31 de enero de 2013

la ciencia es maravillosa

DESTEJIENDO EL ARCOIRIS (Fragmento)

 

Por Richard Dawkins. Etólogo, zoólogo, teórico evolutivo y divulgador científico británico. En su texto “Destejiendo el arco iris”, demuestra que la ciencia no destruye la poesía que se encuentra en los fenómenos naturales; por el contrario, el conocimiento científico los ensalza y brinda la oportunidad de admirar aún más su belleza.



El secuestro por los pseudocientíficos no es la única amenaza a nuestro sentido de la maravilla. Otra es la “estupidización” populista, de la que luego hablaré. Una tercera es la hostilidad de algunos académicos sofisticados. Una moda caprichosa ve la ciencia como uno de tantos mitos culturales, no más verdadero ni válido que los mitos de cualquier otra cultura. En Estados Unidos esta moda está alimentada por un sentimiento de culpabilidad justificado hacia el tratamiento histórico de los nativos norteamericanos. Pero las consecuencias pueden ser ridículas; tal es el caso del Hombre de Kennewick.
El Hombre de Kennewick es un esqueleto descubierto en el estado de Washington en 1996, y cuya edad, estimada por el método del carbono radiactivo, es de más de 9000 años. Los antropólogos estaban intrigados por ciertos rasgos anatómicos que indicaban que podía no estar relacionado con los amerindios típicos, y por lo tanto podía representar una migración antigua y distinta a través de lo que ahora es el estrecho de Bering, o incluso desde Islandia. Cuando se disponían a realizar pruebas de ADN de suma importancia, las autoridades legales se apropiaron del esqueleto con la pretensión de cederlo a representantes de las tribus indias locales, que propusieron enterrarlo e impedir cualquier estudio ulterior. Naturalmente, hubo una protesta generalizada por parte de la comunidad científica y arqueológica. Incluso si el Hombre de Kennewick es un amerindio de alguna clase, es muy improbable que tenga afinidades con cualesquiera de las tribus que viven casualmente en la misma región 9000 años después.
Los nativos norteamericanos tienen una fuerza legal impresionante, y “El Antiguo” podría haber sido cedido a las tribus locales de no ser por un giro inesperado. La Asamblea Popular Asatru, un grupo de adoradores de los dioses escandinavos Tor y Odín, interpuso una reclamación legal afirmando que el Hombre de Kennewick era en realidad un vikingo. Esta secta nórdica, cuyo ideario puede consultarse en el número de verano de 1997 de la publicación de magia y misterio The Runestone, obtuvo el permiso de las autoridades para celebrar una ceremonia religiosa sobre los huesos. Pero esto enfadó a la comunidad Yakama, cuyo portavoz temía que el rito vikingo pudiera “impedir que el espíritu del Hombre de Kennewick encontrara su cuerpo”. La disputa entre indios y escandinavos podría zanjarse mediante el estudio del ADN, y los nórdicos están completamente dispuestos a aceptar esta prueba. El estudio científico de estos restos arrojaría una luz fascinante sobre la cuestión de los primeros pobladores de América. Pero los cabecillas indios rechazan la idea misma de investigar esta cuestión, porque creen que sus antepasados han vivido en Norteamérica desde la creación. Como dice Armand Minthorn, líder religioso de la tribu Umatilla: “Por nuestras tradiciones orales, sabemos que nuestro pueblo ha formado parte de esta tierra desde el principio de los tiempos. No creemos que nuestro pueblo migrara aquí desde otro continente, como afirman los científicos”.
Quizá la mejor política para los arqueólogos sería que se declararan una religión y convirtieran la prueba del ADN en su tótem sacramental. Por chistoso que parezca, éste es posiblemente el único recurso que funcionaría en el clima estadounidense de finales del siglo XX. Si uno dice: “Mire, a partir de la datación por carbono radiactivo, del ADN mitocondrial y del estudio arqueológico de la cerámica, hay pruebas abrumadoras de que la situación es X”, no llegará a ninguna parte. Pero si dice: “Es una creencia fundamental e incuestionable de mi cultura que la situación es X”, merecerá inmediatamente la atención de un juez.
También será escuchado por muchos miembros de la comunidad académica que, a finales del siglo XX, han descubierto una nueva forma de retórica anticientífica, a veces llamada “crítica posmoderna” de la ciencia. El análisis más acabado y demoledor de este tipo de cosa es el espléndido libro de Paul Gross y Norman Levitt Higher Superstition: The Academic Left and its Quarrels with Science [Superstición superior: La izquierda académica y sus pendencias con la ciencia] (1994). El antropólogo norteamericano Matt Cartmill resume así el credo básico:
Quienquiera que afirme que tiene conocimiento objetivo de algo está intentando controlar y dominar al resto de nosotros… No existen hechos objetivos. Todos los supuestos “hechos” están contaminados por teorías, y todas las teorías están infestadas por doctrinas morales y políticas… Por lo tanto, cuando algún tipo enfundado en una bata de laboratorio te dice que tal y cual es un hecho objetivo… es que tiene un programa político escondido bajo su manga blanca y almidonada. “Oprimido por la evolución”, revista Discover (1998)
Hay incluso unos cuantos quintacolumnistas dentro de la propia ciencia que sostienen las mismas opiniones, y las utilizan para hacernos perder tiempo a los demás.
La tesis de Cartmill es que en el momento presente existe una alianza inesperada y perniciosa entre la derecha religiosa fundamentalista e ignorante y la izquierda académica refinada. Una estrafalaria manifestación de esta alianza es su oposición conjunta a la teoría de la evolución. La de los fundamentalistas se explica por sí sola. La de la izquierda es una mezcla de hostilidad a la ciencia en general y de “respeto” (palabra equívoca de nuestra época) a los mitos tribales de la creación, además de diversos programas políticos. Estos extraños compañeros de cama comparten una misma preocupación por la “dignidad humana” y se ofenden cuando se trata a los seres humanos como “animales”. En su artículo “El nuevo creacionismo”, publicado en 1997 en la revista The Nation, Barbara Ehrenreich y Janet McIntosh hablan en términos parecidos de lo que llaman “creacionistas seculares”.
Los proveedores del relativismo cultural y de la “superstición superior” tienden a desdeñar la búsqueda de la verdad. Ello se deriva en parte de la convicción de que las verdades de cada cultura son diferentes (éste era el meollo de la historia del Hombre de Kennewick) y en parte de la incapacidad de los filósofos de la ciencia para ponerse de acuerdo sobre la noción misma de verdad. Existen, desde luego, dificultades filosóficas genuinas. Una verdad, ¿es sólo una hipótesis que hasta el momento no ha sido refutada? ¿Qué categoría tiene la verdad en el mundo extraño e incierto de la teoría cuántica? ¿Acaso hay algo que sea, en última instancia, verdadero? Por otra parte, ningún filósofo tiene inconveniente en utilizar el lenguaje de la verdad cuando se le acusa falsamente de un crimen, o cuando sospecha que su mujer le engaña. “¿Es cierto?” parece una pregunta razonable, y pocos de los que la plantean en su vida privada se sentirían satisfechos con sofismas que destrozan la lógica como respuesta. Puede que los que hacen experimentos mentales en el mundo cuántico no sepan en qué sentido es “verdad” que el gato de Schrödinger está muerto. Pero todo el mundo sabe lo que hay de cierto en la afirmación de que la gata de mi infancia, Jane, está muerta. Y hay montones de verdades científicas de las que lo único que afirmamos es que son verdaderas en este mismo sentido cotidiano. Si le digo al lector que los seres humanos y los chimpancés compartimos un antepasado común, éste puede dudar de la verdad de mi afirmación y buscar (en vano) evidencias de su falsedad. Pero ambos sabemos qué significaría que fuera verdadera y qué significaría que fuera falsa. Es de la misma categoría que “¿Es cierto que estaba usted en Oxford la noche del crimen?” y no de la categoría problemática de “¿Es cierto que un cuanto tiene posición?”. Sí, el concepto de verdad plantea dificultades filosóficas, pero podemos recorrer un largo camino antes de que éstas tengan que preocuparnos. Alegar prematuramente supuestos problemas filosóficos es a veces una cortina de humo para la malicia.
La “estupidización” populista es otra clase muy distinta de amenaza a la sensibilidad científica. El “movimiento para la divulgación de la ciencia”, suscitado en Norteamérica por la triunfante entrada de la Unión Soviética en la carrera espacial y en la actualidad impulsado (al menos en Gran Bretaña) por la alarma pública ante la reducción de las solicitudes para puestos científicos en las universidades, se está volviendo demótico. Las “semanas de la ciencia” y “quincenas de la ciencia” delatan una ansiedad entre los científicos por ser amados. Sombreros ridículos y voces juguetonas proclaman que la ciencia es divertida, divertida, divertida. “Personalidades” excéntricas efectúan explosiones y trucos que amilanan. Recientemente asistí a una sesión informativa en la que se urgía a los científicos a simular casos en galerías comerciales para atraer a la gente a los placeres de la ciencia. El orador nos aconsejaba que no hiciéramos nada que pudiera interpretarse como un extravío. Hay que hacer que la ciencia de uno sea “relevante” para la vida de la gente ordinaria, para lo que sucede en su propia cocina o cuarto de baño. Siempre que sea posible, hay que elegir materiales experimentales que la audiencia pueda comerse al final. En el último evento organizado por el mismo orador, el fenómeno científico que realmente cautivó la atención fue el orinal que vierte agua cuando uno se aparta. Se nos dijo que era mejor evitar la misma palabra “ciencia”, porque la gente “de la calle” la considera amenazadora.
No tengo ninguna duda de que tal estupidización es efectiva si lo que se pretende es maximizar el recuento total de población que asiste al “evento”. Pero cuando me quejo de que lo que se está comercializando no es ciencia auténtica, se me reprende por mi “elitismo” y se me dice que, en cualquier caso, en un primer paso necesario para atraer a la gente. Bueno, si me obligan a usar la palabra (yo no lo haría), puede que el elitismo no sea tan terrible. Hay una gran diferencia entre un esnobismo exclusivista y un elitismo integrador y halagüeño que intenta ayudar a la gente a levantar el vuelo y unirse a la élite. Mucho peor es la estupidización calculada, condescendiente y paternalista. Cuando expresé estas opiniones en una reciente conferencia que di en Estados Unidos, al final un individuo, cuyo corazón blanco y masculino debía estar henchido de autosuficiencia política, tuvo la insultante impertinencia de sugerir que la estupidización podía ser necesaria para acercar la ciencia a “las minorías y la mujeres”.
Me preocupa que esta promoción de la ciencia como algo divertido, juguetón y fácil almacene problemas para el futuro. La auténtica ciencia puede ser dura (o mejor desafiante, para expresarlo más positivamente), pero, como leer a los clásicos o tocar el violín, merece la pena. Si se atrae a los niños a la ciencia, o cualquier otra ocupación que valga la pena, con la promesa de diversión fácil, ¿qué harán cuando finalmente tengan que enfrentarse a la realidad? Los anuncios de reclutamiento para el ejército, con buen criterio, no prometen un picnic: se dirigen a jóvenes lo bastante diligentes para mantener el paso. “Diversión” emite un mensaje incorrecto y puede conferir a la ciencia un atractivo engañoso. También la literatura corre el peligro de verse socavada. Se seduce a estudiantes indolentes para que cursen unos desvalorizados “estudios culturales” con la promesa de que pasarán el tiempo desmontando melodramas televisivos, princesas de la prensa sensacionalista y “teletubbies”. Como los estudios literarios legítimos, la ciencia puede ser dura y desafiante, pero, como los estudios literarios legítimos, la ciencia es maravillosa. La ciencia puede pagarse el viaje, pero, como el gran arte, no debería tener que hacerlo. Y no deberían hacer falta personajes excéntricos ni explosiones divertidas para persuadirnos del valor de una vida dedicada a investigar por qué existe la vida.
Temo haber sido demasiado negativo en este ataque, pero hay ocasiones en las que el péndulo se ha desviado más de la cuenta y necesita un fuerte impulso en el otro sentido para recuperar el equilibrio. Por supuesto que la ciencia es divertida, en el sentido de que es todo lo contrario de aburrida. Puede cautivar a una buena mente durante toda una vida. Ciertamente, las demostraciones prácticas pueden comunicar de manera más vívida las ideas y hacer que perduren en la mente. Desde las conferencias de Michael Faraday de Navidad en la Institución Real hasta el Bristol Exploratory de Richard Gregory, los niños se ven estimulados por la experiencia de poder “tocar” la auténtica ciencia. Yo mismo he tenido el honor de impartir las conferencias de Navidad, en su moderna forma televisada, y he empleado abundantes demostraciones del tipo “toca, toca”. Faraday nunca cayó en la estupidización. Sólo ataco esa forma de prostitución populista que corrompe la maravilla de la ciencia.

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