13 de mayo de 2013

el camino del carbono

EL CAMINO DEL CARBONO

Por Julio César Londoño


Con esta entrada anunciamos que empezaremos a publicar en este blog, además de artículos de divulgación científica, cuentos y otras composiciones literarias de contenido científico

Un día, 11.400 millones de años después del Big Bang, un grupo de moléculas inertes formaron, barajadas por el azar o urgidas por la mano de Dios, la primera célula, materia animada y capaz de autoclonarse, “un Adán microscópico, simple y perfecto, con cuerpo de bacteria y corazón de ADN”.
Una noche dos bacterias, atraídas quizá por la fuerza de gravedad del amor, se unieron simbióticamente y formaron la primera criatura unicelular compuesta. Mil millones de años después varios unicelulares se fundieron en un organismo multicelular, un pite de animal capaz de organizar sus células en tejidos y los tejidos en órganos, y de bifurcarse en géneros: el macho y la hembra. Los suspiros, los jadeos, las grandes pasiones, las pequeñas mezquindades y los secretos heroísmos del amor, tuvieron allí su origen.
Desvelados alquimistas verdes, los vegetales descubrieron la fotosíntesis, trasmutaron la luz del sol en sustancias orgánicas y bli9ndaron con ozono la atmósfera del planeta. Entonces la mañana fue azul y la tarde naranja.
De manera paralela a estos procesos de complejidad creciente, habían surgido en los animales unas células muy despiertas, las neuronas, y con ellas un órgano inédito, el cerebro. Aunque feo, podía coordinar las funciones de los otros órganos, y recordar. Además de la memoria colectiva, el ADN, ahora los animales tenían una memoria individual y disponían de una herencia más veloz que la genética, la cultural. Ya eran posibles el aprendizaje y la enseñanza.
Hace 600 millones de años nuestros antepasados acuáticos se armaron de esqueleto, aprendieron a respirar el oxígeno del aire, reptaron por las playas (entonces dominio de los insectos y los vegetales) y esculpieron un objeto revolucionario, el huevo amniótico. Antes los huevos eran sólo “yema”, la cuna del embrión; estas burbujas de gelatina amarilla flotaban en el mar, los ríos o las charcas, que hacían las veces de la “clara”, que es la despensa donde el embrión toma los nutrientes que requiere. La genialidad de estos primeros reptiles consistió en juntar la yema y el mar en un empaque bello, seguro y, aunque hermético, permeable a los gases, el huevo de cada día. Fue un invento de los que hacen época: los reptiles no tuvieron que regresar al agua a desovar, y conquistaron la tierra.
Con el paso del tiempo, las córneas escamas que estos reptiles habían heredado de sus antepasados se fueron dulcificando. Unas se volvieron plumas y alzaron el vuelo. Otras fueron pelo suave y tibio, como incitando caricias. Pájaros y mamíferos entran en escena (también hubo, claro, líneas de descendientes que no divergieron tanto de los abuelos reptiles: salamandras, serpientes, tortugas y los grandes saurios, entre otros. Algunos románticos, como el cocodrilo, regresaron al agua).
Luego la naturaleza urdió una nueva memoria, la inmunológica, un sistema de defensa capaz de recordar por siempre un rostro enemigo, y oponerle su correspondiente anticuerpo.
Los reptiles aún produjeron dos inventos notables: el diafragma que nos permite respirar sin afugias y el pene, que hizo del sexo un acto íntimo y mucho más eficaz y placentero que el frígido desove.
Corrían el millón 230 a.C., la Tierra estaba formada por un sólo continente, Pangea, y un océano, Panthalasa; las estrellas no tenían nombre y el pecado, sal de la vida, no existía porque nuestros antepasados eran animales inocentes en cuyo cerebro, milagro fisiológico, aún no se producía la conciencia, esa operación metafísica.
Luego los vegetales inventaron la flor; los minerales, los prismas, y Pangea se fracturó en continentes que derivaron por la superficie del globo.
Hace dos millones de años los prehomínidos empezaron a divergir de sus parientes los primates. Como vivían en los árboles, habían desarrollado visión estereoscópica y manos muy diestras –prensiles, dotadas de pulgares oponibles a los demás dedos– y descubiertas las ventajas de amamantar a las crías con jugos de sus propias entrañas. Una noche el homínido bajó de los árboles, se irguió, vio las estrellas, una por una… y una vibración anómala estremeció su cerebro. Algo del animal murió esa noche, y otra entidad, ángel o demonio, ocupó su lugar. Al día siguiente se despertó con una canción en los labios. Había nacido el lenguaje.
(Como le había tocado en suerte un aparato fónico muy fino, sus gruñidos tenían muchos matices. Poseía, pues, un buen léxico. Y de alguna sintáctica y combinatoria manera aprendió a ordenar esas palabras en series diversas. Con estas frases nació el lenguaje  “fenómeno que precedió a la aparición del sistema nervioso central propio de la especie humana. El hombre, pues, es hijo del lenguaje más que este de aquel. Quizá por eso dice Las Escrituras: “Al principio fue el verbo”).
¿Dotó Dios al hombre de conciencia para que fuera un digo espectador de la Creación, para que la cantara en himnos y la cifrara en ecuaciones? ¿O fue el hombre que urdiendo halagos y oraciones logró esta prebenda? Ni el Diablo lo sabe. Lo cierto es que este singular bípedo, con tanto de animal y algo de divino, aún no encuentra acomodo. La Tierra le queda estrecha, y el cielo alto.


Tomado de Zig zag, antología personal

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