LOS ELUSIVOS NÚMEROS PRIMOS
Por Klaus Ziegler
El peroné de un babuino, tallado hace más de
doscientos siglos, registra lo que parece ser un antiquísimo calendario lunar.
El
hueso, encontrado en la región de Ishango, cerca del nacimiento del Nilo,
muestra tres columnas de pequeñas muescas asimétricas. En la columna izquierda
se lee una lista de números primos, indicio de que algunas culturas del
Paleolítico Superior ya los reconocían.
Podríamos decir que millones
de años atrás la naturaleza también se había topado con el concepto. Impreso en
el genoma de las cicadas periódicas de Norteamérica hay dos números primos.
Cada 13, o 17 años, según la especie, estas cigarras brotan de los suelos, en
nubes, por millones, para llenar el aire con sus coros estridentes. Su letargo
interminable se ve por fin recompensado con una aventura amorosa tan impetuosa
como fugaz. Tras el apareamiento, la calma regresa a la Tierra, los huevos
eclosionan y las ninfas descienden de nuevo a sus sepulturas. A través de los
siglos, las fuerzas ciegas de la evolución fueron depurando los ciclos vitales
de estos insectos hasta suprimir sus divisores. La estrategia minimiza el
número de coincidencias con los períodos reproductivos de sus depredadores.
Los primeros números
primos, 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17… pueden hallarse por simple inspección. Los que
siguen se pueden encontrar utilizando el antiguo método de Eratóstenes y su
criba. Pero, ¿qué tan lejos se extiende la sucesión? El libro IX de la
monumental obra de Euclides contiene la respuesta: ¡hasta el infinito! La
demostración de este hecho extraordinario es una verdadera joya de la cultura
humana: si existiesen finitos primos, adicionando el número uno al producto de
todos ellos se obtendría un número que no podría ser primo, pues es mayor que
cualquiera en la lista. Pero tampoco es compuesto, pues deja residuo la unidad
cuando se divide por cualquiera de ellos. De esta simple contradicción deduce
Euclides su infinitud.
No obstante haya
infinitos números primos, asunto muy diferente es saber cómo encontrarlos, pues
aunque “crecen como maleza entre los números naturales, nadie puede predecir
dónde brotará el siguiente”. En su obra, “Cognitata Physico-Mathematica”, el
monje y filósofo francés Marin Mersenne compiló una lista que, según sus
cálculos, contendría todos los posibles primos de la forma 2^p-1 (se eleva 2 a
la potencia p, y luego se resta 1). Predijo que para los exponentes p= 67 y p =
257, el correspondiente número debía ser primo. Pero en octubre de 1903, en una
de las charlas científicas más breves que se recuerden, el matemático
estadunidense F.N. Cole se levantó de su silla, y sin modular palabra escribió
en la pizarra: 2^67-1 = 193707721 x 761838257287. No hubo preguntas, solo un
sordo aplauso; Mersenne se había equivocado.
Igualmente, 2^257-1
tampoco resultó ser primo. El teólogo franciscano también erró cuando omitió
los exponentes 61, 89 y 107, que sí dan lugar a primos, y jamás sospechó que
pudiesen existir en ese género monstruos de varios millones de cifras. A pesar
de sus desaciertos, estos números llevan por siempre su nombre.
Hasta finales del siglo
XVI, el primo más grande conocido era 2^19-1 = 524,287. En 1772, Euler encontró
el más grande de su época, uno por encima de mil millones: 2^31-1. Para
comienzos del siglo XX, y mucho antes de la era electrónica, el mayor primo
conocido tenía apenas 39 dígitos. El primero con más de cien se vino a conocer
en 1952. En 2008 se superó el récord de las diez millones de cifras, (2^37,156,667-1)
una proeza que varios cazadores de primos, asociados bajo la organización GIMPS
(“Great Internet Mersenne Prime Search”), vieron recompensada con un premio de
100,000 dólares. Esta misma organización anunció el 25 de enero de este año el primo
más grande conocido por la humanidad: un monstruo de Mersenne, 2^57,885,161-1,
cuyas cifras escritas (más de 17 millones) ocuparían seis volúmenes de mil
páginas cada uno.
Hasta la fecha solo se
conocen 48 primos de Mersenne. Nadie sabe si hay infinitos. De ahí que nadie
sepa tampoco si existen infinitos números perfectos, es decir, números iguales
a la suma de sus divisores propios. Por ejemplo, 6 es perfecto, ya que sus divisores
propios son 1, 2, 3, cuya suma es precisamente este mismo número. Alrededor del
año 300 a.C., Euclides demostró que todo número de la forma (2^p-1)x2^(p-1),
cuando el primer factor es primo, es un número perfecto (por ejemplo, para p=3,
(2^3-1)x2^2 = 28 es perfecto). Siglos más tarde, Euler probó que cualquier
número perfecto par debía tener esa forma.
Hoy sabemos cómo pudo haberse originado el universo y podemos estimar sus dimensiones. Hemos descifrado el genoma de varias especies, incluyendo la nuestra. Tenemos una buena idea del árbol de la vida, desde las primeras procariotas termófilas hasta el Homo sapiens. Pero aún desconocemos si hay números perfectos impares. También ignoramos la solución al dificilísimo problema que Goldbach planteara en una célebre carta dirigida a Euler, en 1742, en la cual le pregunta por la demostración de una observación tan elemental que hasta podría haberla hecho un niño: todo número par es la suma de dos números primos (1 se consideraba primo en aquella época). La pregunta, a pesar de su simpleza, constituye una de las cuestiones más inaccesibles de las matemáticas, y quizá de toda la ciencia.
Hoy sabemos cómo pudo haberse originado el universo y podemos estimar sus dimensiones. Hemos descifrado el genoma de varias especies, incluyendo la nuestra. Tenemos una buena idea del árbol de la vida, desde las primeras procariotas termófilas hasta el Homo sapiens. Pero aún desconocemos si hay números perfectos impares. También ignoramos la solución al dificilísimo problema que Goldbach planteara en una célebre carta dirigida a Euler, en 1742, en la cual le pregunta por la demostración de una observación tan elemental que hasta podría haberla hecho un niño: todo número par es la suma de dos números primos (1 se consideraba primo en aquella época). La pregunta, a pesar de su simpleza, constituye una de las cuestiones más inaccesibles de las matemáticas, y quizá de toda la ciencia.
Preguntas como la
formulada por Goldbach podrían estar situadas más allá de los confines de lo
cognoscible. Desde Gödel, los matemáticos saben de la existencia de
proposiciones “indecidibles” en cualquier formalismo lo suficientemente rico
como para describir las propiedades de los números enteros. Esto significa que
cualquiera de esos sistemas axiomáticos alberga proposiciones que no se pueden
probar dentro del sistema mismo, y cuyas negaciones son así mismo
indemostrables. Cabe preguntar si el mismo problema planteado por Goldbach
podría caer en uno de esos limbos matemáticos, es decir, si pudiera ser una
proposición indecidible. Por paradójico que parezca, de probarse indecidible se
estaría demostrando con ello, y de manera indirecta, la afirmación misma, pues
en particular se habría probado que la negación de la afirmación “todo par es
suma de dos primos” es indemostrable. Luego nadie jamás podría exhibir un
número par que no fuera suma de dos primos, pues esto último es ciertamente
demostrable en la aritmética elemental (basta listar todos los primos menores
que el supuesto par, y luego verificar que la suma de cada par de primos no
coincide con él). El razonamiento anterior no demuestra que la afirmación de
Goldbach no pueda ser indecidible, solo que si lo fuera nunca lo sabríamos.
Tal vez exista una
región inexpugnable del mundo platónico habitada por proposiciones elementales,
no obstante inasibles para cualquier inteligencia concebible en el universo.
Quizá la realidad misma de ese mundo etéreo no sea más que otra ilusión de
nuestra mente.
Fuente:
Elespectador.com
Nota del editor: UyC propugna por el
matrialismo filosófico. La idea expresada en el último párrafo de esta entrada
sólo compromete su autor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario