EL ÁTOMO CUÁNTICO CUMPLE 100 AÑOS
Oriol Romero-Isart, investigador en el Instituto Max-Planck de Óptica
Cuántica en Garching (Alemania)
“El conocimiento verdadero y profundo es el de los átomos y el vacío,
pues son ellos los que generan las apariencias, lo que percibimos, lo superficial”,
decía Demócrito hace 2400 años. Sin embargo, el átomo se empezó a entender solo
hace 100 años, cuando fue protagonista de una de las mayores revoluciones
científicas: la física cuántica. Toda la materia que nos envuelve está hecha de
átomos; nuestro cuerpo contiene tantos átomos como estrellas se cree que hay en
el universo. Hace un siglo, los físicos se enfrentaron al reto de descifrar la
pieza fundamental que constituye la materia del universo.
A finales del siglo XIX, los átomos empezaron a dar
algunas pistas sobre su naturaleza. Se observó que cuando un átomo acumula un exceso
de energía emite luz de sólo ciertos colores (frecuencias). En analogía con la
música, el átomo sería como un piano que solo puede emitir los sonidos
permitidos por sus teclas, pero no sonidos de una frecuencia intermedia, como
lo puede hacer un violín. En 1897, J. J. Thomson demostró experimentalmente que
el átomo no era indivisible, como dice su etimología, sino que contenía
partículas ligerísimas de carga negativa, los electrones. Thomson modeló el
átomo como una masa de carga positiva que tiene incrustados los electrones,
como si de un bizcocho de pasas se tratara. Junto a su equipo calculó si la
vibración de las pasas podía explicar la luz emitida por los
átomos. No tuvo éxito, muy a su pesar.
Poco después, en 1911, Ernest Rutherford demostró
que la masa de carga positiva del átomo está concentrada en su centro,
descubriendo así su núcleo. Él modeló el átomo a imagen de un sistema
planetario en el que los electrones son los planetas, y el núcleo el Sol. Pero
ese modelo estaba en conflicto con un fenómeno básico en física: cuando la
trayectoria de una partícula cargada, como el electrón, se curva, esta pierde
energía mediante la emisión de radiación. Es como si la partícula resbalara al
girar y perdiera velocidad. Un cálculo sencillo demuestra que los electrones
pierden toda su energía, y en consecuencia el átomo debería colapsarse, en
0,00000001 segundos. Realmente no es así; de hecho los átomos que conforman
nuestro cuerpo son los mismos que se crearon en el interior de estrellas hace
miles de millones de años.
En 1900, el físico alemán Max Planck se enfrentaba
a un fenómeno que estaba en total desacuerdo con la física clásica: el perfil
de la gráfica de la radiación emitida por objetos a cierta temperatura. Planck
propuso una solución desesperada, pero increíblemente acertada: la radiación no
se emitía de forma continua, sino a través de pequeños paquetes de energía, los
famosos cuantos de Planck. Y en
1905, Albert Einstein utilizó este hallazgo para explicar el efecto
fotoeléctrico; fue su annus
mirabilis en que
conmocionó al mundo de la física con su teoría de la relatividad especial.
Niels Bohr |
Eran tiempos en que el mar de la ciencia estaba muy
revuelto; parecía que los pilares fundamentales de la física se derrumbaban.
Frente a estas situaciones hay dos tipos de físicos, los conservadores, que se
sienten angustiados, y los transgresores que se miden contra las olas y quieren
que el mar no se calme. El físico danés Niels Bohr era de los valientes. En
1911 y con sólo 26 años, Bohr fue a Inglaterra a trabajar, primero con el grupo
de Thomson y después con Rutherford, que acababa de descubrir el núcleo del
átomo. Bohr se preguntó: ¿cómo podemos explicar con la física clásica que un
átomo emita luz en pequeños paquetes de energía?
En 1913, Bohr respondió a esta pregunta en tres
artículos que describían su modelo del átomo, del que este año se celebra su
centenario. El primero de ellos contenía la idea más transgresora: la energía
de los electrones que orbitan alrededor del núcleo también viene dada en
paquetes, es decir, está cuantizada. Con este supuesto y, dado que la energía
del electrón depende de la distancia a la que orbita del núcleo, concluyó que
el electrón solo puede orbitar a determinadas distancias, o niveles, del
núcleo. Cuando un átomo gana energía, el electrón se desplaza hacia las órbitas
más alejadas, y al perderla, salta de órbita en órbita, como si bajara los
peldaños de una escalera. Estos saltos, que pueden ser de uno o varios
escalones, emiten luz, fotones, cuya frecuencia es proporcional a la diferencia
de energía que existe entre los dos niveles orbitales.
De esta manera, tan sencilla, Bohr consiguió
explicar muchos de los experimentos sobre la emisión de luz de los átomos. No
le importaba que los electrones rebalaran al girar y perdieran energía,
simplemente postuló que eso no sucedía en estas órbitas, ya que estas eran
estables por alguna razón desconocida. El modelo, pese a sus limitaciones,
explicaba muchos resultados de las líneas espectrales de los gases y del orden
de los elementos en la tabla periódica. Hoy sabemos que el átomo de Bohr es
demasiado simple, pero introduce rasgos importantes de la física atómica.
Aunque al visualizar el mundo cuántico hay que ser siempre precavido, en el
caso del átomo es más correcto imaginar los electrones, no como partículas,
sino como nubes difusas alrededor del núcleo, cuya densidad en cada punto
representa la probabilidad de encontrar el electrón en ese sitio.
Bohr fue un científico emblemático que aglutinó en
su instituto a los mejores físicos cuánticos. Famosas fueron sus discusiones
con Einstein sobre la interpretación de la física cuántica. En desacuerdo con
él, Bohr creía que la naturaleza, en su expresión más íntima, está
indeterminada, o sea, que sí juega a los dados. Y acertó.
Hoy, en numerosos laboratorios de todo el mundo,
miles de físicos y físicas investigan y experimentan acerca de esos fenómenos
cuánticos. Los átomos que Bohr imaginó hace 100 años se manipulan como si
fueran marionetas: se atrapan individualmente con pinzas ópticas, se enfrían
hasta casi el cero absoluto y se manejan sus estados internos con enorme
precisión. Hace un siglo, la física cuántica estableció un nuevo paradigma y el
conocimiento del átomo supuso un cambio revolucionario en la historia
científica y tecnológica del mundo. Ahora, la física cuántica es un recurso sin
precedentes para avanzar aún más en la nueva tecnología: desde construir
relojes atómicos ultraprecisos o encriptar información muy sensible de manera
absolutamente segura, hasta el desarrollo lejano, pero alcanzable, del
ordenador cuántico capaz de cálculos hoy difíciles de imaginar.
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