30 de enero de 2013

cerebro, mente y seudociencia


Capítulos primero y segundo del libro La Parapsicología ¡vaya timo! de Carlos J. Álvarez

CEREBRO Y MENTE
(PRIMER CAPÍTULO)

Las ciencias del cerebro y la conducta
Quiero comenzar afirmando que soy un enamorado del conocimiento de lo que somos y, por tanto, de la investigación sobre la mente y el cerebro humanos. Quienes tienen inquietudes similares a las mías se encuentran en un momento apasionante.
Dicen algunos que si el siglo XX fue el siglo de los grandes avances en genética, el siglo XXI será el siglo del cerebro. En ese sentido, me resulta muy gratificante asistir al proceso que estamos ya viviendo y colaborar en él en la medida de mis posibilidades. En otras ocasiones he bosquejado un resumen de esa excitante aventura que ha sido la historia de la psicología. Gracias al esfuerzo de numerosos científicos y pensadores, han pasado muchas cosas desde finales del siglo XIX.
En aquel momento, psicofísicos como Fechner lograron, quizá por primera vez, medir objetivamente una cualidad mental, algo que ciertos filósofos, por ejemplo Descartes, habían considerado tal vez imposible. Establecieron leyes matemáticas que demostraban relaciones precisas entre magnitudes físicas (luz, peso, sonido, etc.) y las sensaciones experimentadas por una persona. Más tarde, Wundt dio nombre a la psicología, la fundó como nueva ciencia, y estableció el primer laboratorio de psicología en la Universidad de Leipzig, Alemania, en 1879. A partir de ese momento se sucedieron los hallazgos científicos sobre la mente y se amplió el número de temas de estudio. Mientras la psicología experimental se encargaba de estudiar en laboratorio aquellos procesos comunes a todo ser humano, en el mundo anglosajón se desarrollaba la metodología observacional o correlacional. Se comenzaron a medir las diferencias individuales y capacidades como la inteligencia o la personalidad. Personajes como Galton, Pearson, Cattell o Binet desarrollaron el concepto de correlación estadística y la metodología de medida basada en tests. A principios del siglo XX surgió la escuela conductista, influida por el estudio de los reflejos de investigadores rusos como Pávlov y por la  filosofía positivista. Empeñados en hacer de la psicología una ciencia natural, eliminaron la mente como objeto de estudio y se centraron en la conducta observable y mensurable, así como en los estímulos externos que la determinan.
A mediados del siglo XX, la ciencia psicológica recuperó la mente como tema legítimo de estudio, en parte gracias a la aparición de los ordenadores. Te preguntarás, con razón, qué tienen que ver los ordenadores con la psicología... Pues resulta que estos trastos hacen algo parecido a lo que hace nuestro cerebro: realizan operaciones de cómputo, procesan información. ¿Crees que un programa informático tiene algo de misterioso? ¿Verdad que no? Si un programador informático puede diseñar un programa que realice conductas inteligentes, como jugar al ajedrez o solucionar complejos problemas matemáticos, ¿por qué no tratar los procesos mentales como procesos de cómputo? Esto hizo la ciencia cognitiva con notable éxito: ahora teníamos un nuevo lenguaje para hablar de la mente.
La ciencia cognitiva no nace sólo debido a la crisis del conductismo sino que en su gestación colaboran disciplinas tan dispares como la ingeniería de telecomunicaciones, las matemáticas, las neurociencias o la lingüística. La psicología cognitiva vuelve de este modo a estudiar los procesos mentales y hereda del conductismo el interés por la experimentación de laboratorio y la medición objetiva de las conductas. Se podía estudiar la mente, pero sólo a través de lo que se podía medir: los comportamientos observables. La relación entre mente y cerebro era equivalente a la de software (programas) y hardware (máquina) en los ordenadores. De la misma forma que un programador podía estudiar y elaborar programas informáticos sin preocuparse por la máquina, un psicólogo cognitivo podía estudiar los procesos mentales sin atender a su sustrato físico.
Sin embargo, algo está cambiando actualmente. Casi podría afirmar que ya ha cambiado. Gracias a la mayor accesibilidad a técnicas que permiten registrar directamente la actividad cerebral, entre otros factores, cada vez es más frecuente encontrar investigaciones cognitivas en las que se registra la actividad eléctrica mediante electrodos (electrofisiología) o se emplean técnicas de neuroimagen funcional, como la resonancia magnética (fMRI) o la tomografía por emisión de positrones (TEP). Estas técnicas permiten obtener una medida directa de la actividad cerebral que se produce cuando un sujeto realiza una tarea cognitiva que se está investigando.
Mientras las neurociencias han tenido que aproximarse a las distinciones de procesos y estructuras mentales de la psicología cognitiva, así como a sus diseños y metodología experimental, la psicología ha aprovechado los conocimientos y avances metodológicos de las neurociencias. Por ello, se habla hoy de neurociencia cognitiva. Lo que está ocurriendo es realmente apasionante: la frontera entre la psicología —que mide conductas y estudia procesos mentales— y las neurociencias —que estudian el cerebro— se diluye cada vez más.

Esa increíble máquina llamada cerebro
Sería imposible resumirte aquí la cantidad ingente de cosas que se han descubierto durante esa pequeña historia de la psicología que te acabo de contar. Una cosa sí es cierta, y tal vez te sorprenda: los poderes mentales existen. Esa máquina biológica que llamamos cerebro hace cosas increíbles y me gustaría contarte algo sobre lo que sabemos hasta el momento de su funcionamiento y estructura.
De forma general, y sin entrar en debates  filosóficos, podría decirse que cuando hablamos de mente o de procesos mentales estamos hablando de aquellas cosas que hace o produce el cerebro. Para empezar, me gustaría contarte que el cerebro no aparece de la nada ni nos lo regaló algún ente tal como es hoy día: por el contrario, es el fruto de millones de años de evolución, de pequeños cambios a partir de otros cerebros “más pequeños” y menos complejos.
Si ves un cerebro real, o una foto del mismo, llama la atención a simple vista que es muy arrugado. Esa parte visible y rugosa, la corteza cerebral, es la zona más moderna o evolucionada del cerebro. Pero aunque es la más visible, no es la única. Hay estructuras más antiguas —anteriores en la evolución— que se encuentran por debajo y en la región interna de la corteza, con funciones especializadas y vitales. Por ejemplo, el tronco cerebral, que empieza en la médula espinal y tiene funciones automáticas relacionadas con la supervivencia, como controlar la respiración. Por encima del tronco se encuentra el tálamo, una especie de central controladora de los impulsos nerviosos que llegan desde los sentidos para luego redireccionarlos a otras partes del cerebro. Detrás del tronco observamos otra estructura: el cerebelo, que tiene que ver con el control de nuestros movimientos y con el equilibrio. Entre el tronco y la corteza se halla el sistema límbico, un conjunto de áreas que intervienen en pulsiones como el sexo o el hambre y también en las emociones (¡aquí están las emociones, y no en el corazón!)
Una de esas estructuras es la amígdala, de la que hablaré más adelante.
Volviendo a la corteza cerebral, si nos fijamos bien, los surcos que recorren dicha corteza son como pequeñas fronteras que demarcan distintas partes. Así, por ejemplo, podemos observar un surco profundo que va desde atrás hacia adelante y que “parte” el cerebro en dos: los llamados hemisferios. Además, otros surcos en cada hemisferio separan los llamados lóbulos (frontal, parietal, occipital, temporal, etc.). Pues bien, esas distintas zonas del cerebro tienen también diferentes funciones y están especializadas en determinados procesos mentales. Por ejemplo, hay zonas especializadas en procesar lo que entra por nuestros sentidos (gusto, olfato, vista, oído, tacto). La información que reciben nuestros sentidos consiste en distintos tipos de energía física, por decirlo de algún modo: luz en el caso de la vista, sonidos en el caso del oído...
Esa información la traducen nuestros órganos sensoriales a energía electroquímica, la cual viaja desde esos órganos receptores (los ojos, los oídos...) a través de unos canales (los nervios), pasando por el tálamo, hasta zonas de la corteza que  entienden  o elaboran esa información, la comparan con información que tenemos almacenada, la integran con otra, etc. Esos procesos de integración o elaboración de la información, aunque son muy rápidos, implican muchas operaciones, tanto desde el punto de vista químico como computacional.

Otras estructuras del cerebro están especializadas en la  “salida” de información: la producción de una respuesta o conducta (hablar, mover un músculo, tomar una decisión...)
Cuando se mira un cerebro parece un todo unitario, pero lo cierto es que, si se analiza detenidamente —con un microscopio, por ejemplo—, te darás cuenta de que todo el tejido cerebral está formado por pequeñas estructuras: unas células llamadas neuronas.
Aunque no son las únicas, son las células más importantes de nuestros cerebros. Para que te hagas una idea, el cerebro está formado por más de 100000 millones de neuronas. Estas células tienen una especie de ramitas que les permiten conectarse con otras muchas neuronas. Gracias a esos anclajes (dendritas y axones), las neuronas pueden comunicarse y transmitir impulsos a través de procesos de intercambio. De la misma forma que una batería de coche genera electricidad a partir de reacciones químicas, el impulso eléctrico que surge de la comunicación entre neuronas se debe a procesos químicos.

Los verdaderos poderes mentales
Estos procesos neuronales, esencialmente químicos y eléctricos, son el origen de lo que llamamos  procesos cognitivos, es decir, la mente. Ya sé que cuesta creer que el odio, el amor o el pensamiento se reducen a la actividad de las neuronas, pero así es, sin ninguna duda. Sin el cerebro, nosotros no seríamos nosotros. Sin esa máquina y toda su imparable actividad eléctrica y química, no podríamos sentir, ni hablar, ni soñar, ni oír, ni recordar, ni pensar, ni prestar atención, ni enfadarnos, ni enamorarnos… Sí, aunque digamos que ésas son “cosas del corazón”, todo pasa dentro de nuestras cabezas.
¿No te parece que todas esas cosas son ya muchas como para que, además, el cerebro tenga otrospoderes? ¿No será pedirle demasiado a nuestro órgano más importante? ¿No es suficiente todo lo que hace la “glándula que segrega conductas”? Personalmente, esos poderes que conocemos, y que usamos cada segundo de nuestras vidas, son los que realmente me sorprenden y me interesan.
Su enorme complejidad ha llevado a miles de científicos a interesarse en ellos y trabajar para entenderlos un poco mejor. Como decía más atrás, los poderes mentales sí existen. Voy a contar algo sobre alguno de ellos.
Pensemos en el lenguaje. Si abrimos un manual de psicolingüística para estudiantes, o sencillamente un manual de introducción a la psicología, o un libro de divulgación (todavía más sencillo, y los hay muy buenos), nos daremos cuenta enseguida de un hecho. Hay cosas que hacemos a diario, sin esforzarnos, de forma automática, muy rápidamente, y que hacemos bastante bien. Una de ellas es hablar y entender el lenguaje. Sin embargo, cuando uno se acerca a analizar esta habilidad, como hace un científico, se hace patente que lo que parecía tan sencillo no lo es en absoluto: se trata realmente de una actividad muy compleja.
Por ejemplo, para comprender un mensaje hablado tenemos que convertir una señal física sonora que llega a nuestro oído en unidades con significado. En ese momento empiezan ya los problemas. Cuando visualizamos en un ordenador, por ejemplo, la onda sonora correspondiente a una frase, vemos que no existen fronteras físicas que marquen los límites entre palabras o sintagmas. No hablamos separando cada palabra. La cosa es todavía más complicada porque en la onda sonora no existen componentes que se correspondan, uno a uno, a los fonemas del lenguaje. Por ejemplo, el sonido de una L es físicamente distinto en LA y en LO. Por tanto, nuestro cerebro se enfrenta a una dura labor: tiene que procesar unidades lingüísticas a partir de una onda sonora que no le da pistas en absoluto. Todavía hoy sigue debatiéndose cómo lo hacemos, a pesar de ser una tarea que realiza perfectamente un niño de dos años. A partir de ese paso preliminar, no puedes imaginar la cantidad de operaciones que efectúa nuestro cerebro para comprender una frase o un mensaje, y que ha descubierto la psicolingüística, especialidad de la psicología cognitiva: segmentar las palabras en sílabas, acceder a la forma completa de las palabras y luego a su significado, ensamblarlas en sintagmas y, una vez hecho esto, en frases. Pero, ¡qué curioso!, se ha comprobado (aunque es tema de debate) que existen procesos mentales de tipo sintáctico, gramatical, que operan de forma independiente y por distintas estructuras cerebrales que los procesos que tienen que ver con el significado.
¿No es todo esto  alucinante? Imagina lo complejo que es que, a pesar de los grandes avances en informática e inteligencia artificial, no hay un solo ordenador que sea tan eficiente y rápido procesando el lenguaje como el cerebro de un niño de dos años.
Otro de nuestros grandes poderes es la memoria. No existe mecanismo de almacenamiento de información ni disco duro en la Tierra que supere a la memoria humana. Aunque solemos hablar de memoria, en singular, la psicología hace tiempo que demostró que no existe  la memoria sino las memorias. ¿No te llama la atención que, por un lado, te den un número de teléfono y, si no haces un esfuerzo especial, lo olvides casi al instante y, por otro, no se conozca límites a la capacidad de la memoria y sigas almacenando recuerdos hasta el fin de tus días? ¿No resulta sorprendente esa fragilidad y pobreza junto a ese enorme poder de almacenamiento?
Pues bien, la ciencia ha demostrado que esto se debe a que existe un almacén denominado memoria a corto plazo, que retiene poca información durante escasos segundos, y otro, llamado memoria a largo plazo, que no tiene límites de capacidad y sus contenidos duran por siempre. ¿Te das cuenta de que en un caso de amnesia sólo se pierde una parte de la memoria, la relativa a las vivencias cotidianas? El amnésico típico sigue hablando, lo cual indica que su memoria de conceptos, reglas lingüísticas, conocimiento del mundo, etc., siguen intactos. También esto tiene su explicación.
Esa memoria a largo plazo se divide, a su vez, en dos submemorias: la episódica y la semántica, con sustratos neuronales distintos. Esta fascinante complejidad de los procesos mentales, que he tratado de ilustrar muy resumidamente con estos dos ejemplos, puedes aplicarla a cualquier otra función cerebral, como los procesos de sensación y percepción, el pensamiento y el razonamiento, las emociones, la atención, el formato de las representaciones mentales, los mecanismos de aprendizaje... No sé qué opinarás, pero, ante el sofisticado funcionamiento de nuestro cerebro, ¿no son estos procesos los verdaderos poderes mentales? Más adelante comprobaremos cómo estos poderes reales, estos mecanismos mentales que sabemos que existen y que conocemos cada vez mejor gracias a la ciencia, son precisamente los que explican muchos de los supuestos fenómenos paranormales.
Para terminar este capítulo, me gustaría adelantarte aquí mi humilde opinión: el ser humano es ya suficientemente apasionante, complejo y poderoso como para buscar otras capacidades o habilidades de dudosa existencia. Pero ha llegado ya el momento de que nos ocupemos de esas dudosas capacidades.


CIENCIA Y PODERES PARANORMALES
(CAPÍTULO SEGUNDO)

Cuando oyes hablar en la tele de poderes mentales, seguro que no se están refiriendo al maravilloso funcionamiento de nuestra memoria, a cómo producimos el lenguaje, a los mecanismos de percepción visual o auditiva, o a nuestros procesos de razonamiento y toma de decisiones, todos ellos objetos típicos de estudio de la psicología científica. No, ¡qué va!, lo normal es que se hable de palabrejas como percepción extrasensorial, precognición, telepatía, psicoquinesia, premoniciones, telequinesia, clarividencia, viajes astrales…
¡Ésos son para ellos los poderes mentales! Y precisamente sobre esos supuestos poderes trataré en este libro. ¿Quién no ha oído hablar de personas que mueven objetos con la mente, leen el pensamiento de otros, son capaces de ver cosas que ocurren a cientos de kilómetros o sucesos que ocurrirán en el futuro, y pueden realizar excursiones mientras su cuerpo se halla en un estado similar al del sueño? La pregunta crucial es: ¿qué hay de cierto en todo ello? Esa máquina maravillosa, algunas de cuyas capacidades he expuesto en el capítulo anterior, ¿puede hacer todo eso?

Los otros poderes mentales
Antes de entrar en materia, me gustaría plantearte algunas preguntas que deberían hacernos pensar un poco. Algunas son preguntas cuya respuesta está en la misma pregunta. Otras intentaré contestarlas lo mejor que pueda. Y otras más son preguntas que todos deberíamos hacernos cuando alguien nos cuenta algo sobre algún tipo de capacidad paranormal.

Todo ser humano tiene el mismo tipo de funciones mentales
Tus mecanismos para percibir el mundo que nos rodea —los tuyos y los de cualquier otro lector— funcionan como los míos; la forma que tienes de procesar las palabras es esencialmente igual a la mía; tus estructuras de memoria (por ejemplo, la memoria de trabajo, la memoria sensorial o la MLP) las tengo yo también.
Y también los indios del Amazonas. Por supuesto, no me refiero a los contenidos de la memoria de cada cual, que dependen de lo que una persona haya vivido o aprendido, sino de las estructuras y procesos mentales y cerebrales. Somos asimismo conscientes de que hay personas que tienen una memoria increíble o son más inteligentes que otras. Pero eso no implica propiedades esenciales distintas: la diferencia es de cantidad y no depende de que tengan  otras capacidades. Todos pertenecemos a la misma especie y tenemos un cerebro esencialmente igual. Entonces, ¿por qué ciertos personajes dicen tener capacidades no mejores sino diferentes, que sólo poseen ellos, como la telepatía o la telequinesia, y nosotros no? ¿No es sospechoso? Eso va en contra de todo lo que conocemos tanto del cuerpo como de la mente humana.
Si tenemos el cerebro que tenemos y las funciones que éste realiza —es decir, los procesos mentales conocidos— es porque en algún momento de nuestra evolución como especie fueron útiles para nuestra supervivencia. Si en algún momento de nuestra historia, como ha argumentado ya algún pseudocientífico, hubo personas con capacidades paranormales, como percibir sin los sentidos, transmitir el pensamiento sin el lenguaje o mover objetos con la mente, ¿por qué no han pervivido esas capacidades? ¿No sería mucho más útil, eficaz, adaptativo y sencillo comunicarnos con la mente sin gastar energía y saliva, o mover objetos sin tener que hacer un gasto innecesario de energía, es decir, sin usar un músculo?

Suele argumentarse también que se nace con esos poderes psíquicos, que son genéticos. Entonces, ¿por qué nunca se transmiten a los descendientes?
Miles de personas afirman tener algún tipo de  poder extraordinario, como hablar con los muertos o ver el futuro... Muchos viven precisamente de escribir libros, realizar programas de televisión, formar sectas con adeptos crédulos que les creen a pie juntillas o vendernos sus extrañas ideas en miles de formas. Si tan convencidos están, ¿por qué no se someten a comprobaciones científicas concluyentes? ¿Por qué no demuestran sus poderes a través de procedimientos controlados y donde no puedan producirse sencillos trucos de ilusionista o fraudes? ¿Por qué suelen huir cuando se les reta a que lo demuestren? Parafraseando a Carl Sagan, ¿por qué todo fenómeno paranormal desaparece —o no se produce— cuando hay un escéptico delante? James Randi, famoso ilusionista norteamericano, ha dedicado gran parte de su vida a poner a prueba y desenmascarar innumerables fraudes relacionados con el mundo de lo paranormal, como también lo hizo el famoso escapista Houdini en el siglo XIX y principios del XX. Randi se ha convertido en un famoso divulgador de la ciencia, la racionalidad, el pensamiento crítico y el escepticismo mediante una fundación educativa creada por él mismo. En la década de 1960 ofreció 1000 dólares de su bolsillo a la primera persona que ofreciera pruebas objetivas de cualquier fenómeno paranormal, como había hecho en los años 20 la revista Scientific American. Con el tiempo y muchas otras aportaciones, el premio del Reto Randi ha aumentado a 1000000 de dólares. No se pide demasiado: sólo hay que probar cualquier  capacidad  o  poder  de tipo oculto o paranormal en las mismas condiciones de cualquier otro experimento científico en psicología, con los controles adecuados y en las condiciones pertinentes de observación, para que no pueda haber lugar a trampas. Además, para asegurar la legalidad y objetividad de la prueba, esa fundación no participa en el proceso de comprobación, y los procedimientos son pactados entre la persona que supuestamente tiene ese poder y los experimentadores. ¿No es sospechoso que en más de 20 años nadie haya pasado ni siquiera los tests preliminares de la prueba?

La ciencia frente a lo paranormal
Es frecuente escuchar a los crédulos que “la ciencia se ha equivocado muchas veces, y cosas que antes negaba hoy las acepta”, o “no todo lo que existe puede ser demostrado por la ciencia, hay cosas que ésta no puede estudiar”, o “los que creemos en lo esotérico y paranormal somos como Galileo, y ustedes los científicos son la nueva Inquisición; algún día nos darán la razón”, o “los escépticos tienen la mente cerrada”… Muchas de estas ideas tan manidas son auténticas falacias y denotan un enorme desconocimiento de qué es y cómo funciona la ciencia, la cual se define sobre todo por su método. Aunque no es del todo correcto hablar del método en singular, debido a las diferencias entre las disciplinas consideradas científicas, sí es cierto que existen características comunes a todas ellas. Voy a señalarte algunas que nos servirán más tarde a la hora de evaluar la investigación sobre presuntas dotes extraordinarias o paranormales.
Una de las características es la  objetividad: cualquier teoría o hipótesis cobrará visos de verosimilitud y se verá apoyada si —y sólo si— existen datos objetivos, empíricos y fiables que la sustenten.
Esto quiere decir que la ciencia busca un conocimiento que no esté basado en la opinión, las creencias o las esperanzas del observador, que no sea sesgado ni dependa de la persona que realiza el experimento. La psicología sabe desde hace tiempo que no nos podemos fiar de nuestras percepciones, nuestra memoria, nuestra intuición o nuestras experiencias personales. Si queremos ver o encontrar algo, muchas veces lo encontraremos. Por ello, es típico en ciencia el uso de instrumentos o técnicas de observación y medida que eviten la posible influencia del “factor humano”.
Si todo esto se hace bien, cualquier resultado experimental debe poder ser repetido por cualquier otro investigador. La reproducción de resultados, sobre todo de los datos nuevos o “revolucionarios”, es esencial al método científico: si un resultado no vuelve a obtenerse en condiciones similares, resulta sospechoso.
Otro requisito fundamental, sobre todo en el método experimental, es el concepto de control. Si quiero saber si una cosa A es la causa de otra B, tendré que asegurarme de que no existen otros factores que puedan estar causando B. Por ejemplo, si quiero saber si la frecuencia con que se usan las palabras en un idioma influye en lo rápido que las leemos o procesamos, y decido comparar el tiempo de lectura de palabras que yo elijo de alta y baja frecuencia, debo asegurarme de que los dos tipos de palabras estén igualadas en longitud, categoría gramatical y todo aquello que pueda causar diferencias en los tiempos. Dicho de otro modo, todos esos factores deben ser controlados. En la condición ideal, los dos tipos de palabra deben ser iguales en todo menos en lo que quiero estudiar, que sería la frecuencia en el ejemplo anterior. De ese modo, podré estar seguro de que cualquier diferencia en los tiempos en los dos tipos de palabras es debida a ese factor, y no a otro.
Estos requisitos y muchos otros hacen que el método científico sea sistemático y riguroso.
Hay otras propiedades de este modo de adquirir conocimiento que confieren a la ciencia su grandeza y éxito. Citaré algunas que nos ayudarán a entender mejor la crítica científica a las pseudociencias de la mente.

1.  Las verdades en ciencia son siempre parciales. Se considera que cada paso que da un investigador es un paso más hacia la verdad, pero que ésta nunca se alcanza, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en las religiones. Una teoría se considera cierta siempre y cuando existan datos objetivos, resultados de investigaciones que la avalen. Por eso, la ciencia es por definición lo opuesto al dogmatismo. La autocorrección es perpetua. Si un investigador comete un fraude o se inventa unos resultados, al final se acaba sabiendo.

2.  Los resultados y procedimientos científicos deben ser públicos. Cuando se publica una investigación, deben proporcionarse todos los datos para que, si otro científico no se fía, pueda repetir el experimento tal como se hizo originalmente.

3. La ciencia avanza gracias a que es eminentemente racional y escéptica. Las teorías científicas deben ser coherentes unas con otras: deben ser racionales. Una teoría explicativa de la física, por ejemplo, no puede contradecir otra de la química, siempre y cuando ambas estén bien confirmadas. La duda continua es uno de los motores del método. Cuando un científico va a un congreso o una reunión de investigación o publica un artículo, sabe que otros científicos van a mirar con lupa su trabajo y buscarán posibles explicaciones alternativas, errores de control, análisis de datos matemáticos no apropiados, etc. En conjunto, esto hace que la ciencia no se estanque y que su avance sea imparable. Es otra de las grandezas del método científico.

4. Desde mi punto de vista, dos supuestos son fundamentales a la hora de enfrentarnos al mundo de lo paranormal. Uno de ellos dice: “Una teoría o idea extraordinaria requiere también pruebas extraordinarias” (Hume). Esto quiere decir que si yo defiendo una idea que va en contra de otras teorías científicas bien establecidas, no basta con que presente pruebas anecdóticas sino que los resultados de mi investigación deben ser claros, contundentes y repetibles. El otro supuesto se denomina principio de parsimonia o navaja de Ockham, en honor del monje medieval que lo propuso inicialmente. Podríamos enunciarlo así: “Ante dos teorías que expliquen un mismo fenómeno, nos quedaremos con la más simple”. Volveré sobre estos dos principios más adelante.
Como dice el protagonista de la novela  Solaris, de Stanislaw Lem, cada disciplina —es decir, cada ciencia— que cumple con todo lo anterior tiene como pareja a una pseudociencia, como en el caso de la astronomía y la astrología. Por tanto, podemos definir las pseudociencias como teorías o creencias que intentan mostrarse con un ropaje científico pero que, examinadas de cerca, no cumplen con los presupuestos y requisitos propios de la ciencia, como acabamos de ver.
Sin embargo, las pseudociencias “estudian” fenómenos que, de ser ciertos, y a pesar de las falacias que te conté al principio de este capítulo, pueden ser estudiados científicamente. Si alguien afirma que es capaz de mover objetos mediante el poder de su mente, es muy fácil comprobarlo científicamente: basta establecer una situación donde se coloca un objeto, asegurándonos de que el individuo se encuentra a cierta distancia y no puede moverlo por ningún medio físico; es decir, se controlan todos los elementos de la situación que puedan dar lugar a un engaño. Si lo hace, y además lo repite en distintas situaciones, es una prueba de que la telequinesia existe. Lo mismo es aplicable a otros supuestos poderes mentales. ¿Es mucho pedir?
Si la pareja pseudocientífica de la astronomía es la astrología, y la pareja de la medicina científica es la acupuntura o la homeopatía, la pseudociencia de la psicología científica —o, al menos, una de ellas— es, sin duda, la parapsicología. ¿Quieres que te cuente algo de ella?

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