GRILLO: UN INTENTO DE MINICUENTO CIENTÍFICO
Por Guillermo Guevara Pardo. Docente colombiano; filósofo,
investigador y divulgador científico
El planeta continúa girando alrededor de su brillante estrella. Bajo las cerradas nubes de la atmósfera los continentes, que habían sido uno solo, se están despedazando en dos grandes masas rocosas. En los bosques de coníferas y helechos gigantes no hay rastros de aromas florales. Las aguas y las tierras están dominadas por los lagartos terribles; en los cielos gobiernan los lagartos alados. Algunos de aquellos lagartos terribles se han cubierto de plumas… y esperan. En las selvas de este caluroso mundo, cuando sobre parte del orbe cae el manto de la noche, desde diversas madrigueras emergen unos cuerpos pequeños, peludos, que se mueven rápida y nerviosamente, observan con cautela las siluetas de las ominosas sombras, olfatean el aire buscando alimento o al enemigo que los acecha… ellos también esperan, su oportunidad caerá de los cielos.
Al abrigo de una rama
otro ser, con largas antenas, ojos saltones, de delicado y endurecido cuerpo,
posado sobre sus seis articuladas patas hace rato emite un canto de amor y de
guerra. Con él avisa que es un amante dispuesto, pero también hace saber que
ese es su sagrado territorio y que no permitirá que rival alguno intente
invadirlo. De hacerlo, tendrá que afrontar las consecuencias. De pronto, sin
saber cómo, una fuerza telúrica, inmanejable, apagó su melodía para siempre. Lo
que él era quedó intacto, completo, enterrado en el suelo, sumido en un sueño
de eones.
El planeta azul seguía
girando y vio como desde lo más oscuro del cosmos se dirigía contra él una roca
sideral. ¿De dónde venía? Cuando el aerolito chocó contra la dura corteza
continental todo se trastornó y la vida se hizo imposible para los que hasta
entonces fueron los señores del orbe; su ocaso era inexorable. El cataclismo
fue la oportunidad para los que eran minoría. El mundo se abría para ellos y
llegarían a dominarlo. En alguna parte el oscuro suelo seguía guardando al
bello durmiente.
Las masas continentales
se fragmentaron y se unieron hasta llegar a ser lo que son hoy. En el país de
Mao, tras 165 millones de años, las manos de unos paleontólogos de la
Universidad de Beijing desenterraron el delicado cuerpo de aquel que hace tanto
había dejado de cantar. Los rasgados ojos admiraron el hallazgo, era un fósil
bello, el cuerpo de un grillo bien conservado.
En otra parte del
mundo, en la muy inglesa Universidad de Bristol, estaba Fernando Montealegre,
del país que se dice produce el café más suave del mundo. Ya no es así. Él es
biólogo, experto en fisiología, biomecánica y acústica. Todo un cerebro fugado.
Fernando, el hijo de la Palmira Señorial, y Daniel Robert, un suizo, llegaron a
la milenaria China. Colombiano, helvético y chinos escudriñaron con el
microscopio las alas fosilizadas del ortóptero y se plantearon una pregunta que
parecía no tener razón alguna: ¿cómo cantaba el grillo que conoció los
dinosaurios?
Se armaron con
poderosos instrumentos computarizados, escucharon los cantos de grillos del
Chocó y de los que están presos en la isla de Gorgona, compararon la anatomía
de sus alas con las del fósil pues ellas son el insectívoro violín para
estridular, diseñaron modelos, se valieron de la hermosa abstracción numérica,
siguieron el camino del método científico y tras muchos esfuerzos lograron
recrear el canto que con seguridad el malogrado tenor (bautizado con el
sugestivo nombre de Archaboilus musicus) entonaba en medio de un bosque
jurásico.
Pero no podía faltar el fantoche
que se atrevió, con sorna, a preguntar: ¿y eso para qué sirve? Con paciencia,
que es la marca del hombre sabio, Fernando le explicó que lo aprendido tendría
importantes aplicaciones en el campo de las comunicaciones móviles, para la
construcción de microsensores y otras maravillas que la tecnología pudiera
desarrollar. Pero también le dijo: “Los seres humanos somos nuevos en este
planeta y debemos aprender del pasado, y trabajar por lograr el mayor
conocimiento científico hacia el futuro. Esta es la única esperanza que tenemos
para estar cada vez menos gobernados por la superstición”. Ante la contundencia
de las palabras, el otro prefirió callar.
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