14 de junio de 2013

galileo, un gigante

GALILEO


Yo, arrodillado, juro que creo, y abjuro y aborrezco mis errores y me someto al castigo

Galileo Galilei

Como Darwin, Arquímedes, Newton, Copérnico y Einstein, Galileo es una de las figuras centrales de la historia de la ciencia. Pero si a aquellos se los asocia generalmente con tal o cual teoría, Galileo es más complejo, más difuso: es una luz no puntual que ilumina a través del tiempo y que llega a todos los rincones. La condena por parte de la Iglesia, que lo obligó a pasar los últimos años de su vida recluido en una villa cerca de Roma, lo convirtió merecidamente en un mártir y en un símbolo de la lucha entre la razón y el oscurantismo. Su actividad multifacética hace que se lo encuentre en cada recodo. La historia de la torre de Pisa (aunque probablemente falsa) atestigua la voluntad de transformarlo en un campeón (o por lo menos en un símbolo) del nuevo método experimental. Su insistencia en el matematismo del mundo lo muestra como un avanzado de las ideas que, sólo cincuenta años más tarde, estallarán con Newton. Lo cierto es que Galileo está en la base misma de uno de los períodos más brillantes de la historia de la ciencia. Con justicia puede considerárselo el fundador de la física moderna, y junto a Kepler, uno de los grandes responsables del triunfo del sistema copernicano. Había nacido en Pisa el 15 de febrero de 1564, y su padre lo destinó al estudio de la medicina: pero Galileo se orientó rápidamente hacia la física y la astronomía. En uno y otro campo sus contribuciones fueron decisivas. Fue probablemente el primero en enfocar un telescopio hacia el cielo, inaugurando una nueva era: vio la Vía Láctea disolverse en un mar de estrellas, y vio manchas en el Sol –con lo cual destruyó la supuesta perfección del astro rey– y, lo, que es más importante, encontró satélites girando alrededor de Júpiter, con lo cual asestó un golpe formidable al dogma de que todo giraba alrededor de la Tierra, y proporcionó una fanfarria más al triunfal ascenso del sistema copernicano.
En la mecánica, Galileo se dedicó al estudio del movimiento: su descubrimiento temprano de las leyes del péndulo es apenas un jalón, coronado muchos años más tarde al enunciar la ley de la caída de los cuerpos, tras haber encontrado la solución de un problema que no habían podido resolver sus fabulosos precursores y contemporáneos Copérnico: Giordano Bruno, Kepler, Descartes.
Para el aristotelismo, la velocidad de caída dependía del peso: Galileo estableció que todos los cuerpos caen en el vacío con la misma aceleración, y la ley que rige el camino recorrido: proporcionalidad al cuadrado del tiempo transcurrido. Al formular esta ley en forma precisa y contundente, Galileo pone en entredicho toda la física de Aristóteles. ¿Cómo llega a este resultado? ¿Qué es exactamente lo que hace? No es tirar esferas iguales desde lo alto de la torre de Pisa –aunque podría haberlo hecho– sino, además medir y experimentar, imaginar, plantear las condiciones ideales para el experimento y razonar sobre la base de ellas, es decir, abstraer. Esto, que hoy en día resulta obvio para cualquier estudiante que se inicie en el estudio de las ciencias, no lo era entonces ni mucho menos. Nada iba a avanzar hasta que no se rompiera con el espacio compacto y carente de vacío de Aristóteles, donde los móviles se dirigían a sus lugares preestablecidos, y hasta que no se tratara al espacio físico como una entidad geométrico-euclidiana y, como tal, abstracta.
Galileo comprende que el mundo, por lo menos tal como lo explica la ciencia, es abstracto, y que el lenguaje a utilizar para describirlo es el lenguaje matemático. Aquí hay una ruptura no sólo física, sino filosófica, de una magnitud que ahora es difícil apreciar y que puede compararse –si se quiere– con la que inicia Descartes sentado frente a su chimenea en Holanda, estableciendo la duda metódica y partiendo de cero para reformular la filosofía occidental. “El libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos”, dijo Galileo, enunciando el principio general de la nueva física; poco más tarde, Newton escribiría ese libro.

Pero más allá de todos sus descubrimientos, y del decisivo empujón que dio a la ciencia, Galileo es el símbolo de la lucha entre la verdad y el poder: no debe extrañar que haya inspirado a escritores, poetas y generaciones de científicos. Sin embargo, más que el personaje que nos muestra Brecht, Galileo parece una creación de Milan Kundera. Su retractación fue quizás el acto más lúcido de su vida, y una de las mayores enseñanzas que nos dejó, además de una preciosa contribución al método experimental: en vez de inmolarse en el altar de la verdad y en aras de un heroísmo dudoso, hace lo que le exigen sus jueces, sabiendo que nada cambiará porque alguien firme o confiese tal o cual cosa: en suma, que la estupidez no puede triunfar sino momentáneamente. La tal vez falsa anécdota del susurro por lo bajo (“igual se mueve”) resulta completamente redundante.

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