GALILEO
Yo, arrodillado, juro que creo, y abjuro y aborrezco mis errores y me
someto al castigo
Galileo Galilei
Como
Darwin, Arquímedes, Newton, Copérnico y Einstein, Galileo es una de las figuras
centrales de la historia de la ciencia. Pero si a aquellos se los asocia
generalmente con tal o cual teoría, Galileo es más complejo, más difuso: es una
luz no puntual que ilumina a través del tiempo y que llega a todos los
rincones. La condena por parte de la Iglesia, que lo obligó a pasar los últimos
años de su vida recluido en una villa cerca de Roma, lo convirtió merecidamente
en un mártir y en un símbolo de la lucha entre la razón y el oscurantismo. Su
actividad multifacética hace que se lo encuentre en cada recodo. La historia de
la torre de Pisa (aunque probablemente falsa) atestigua la voluntad de
transformarlo en un campeón (o por lo menos en un símbolo) del nuevo método
experimental. Su insistencia en el matematismo del mundo lo muestra como un
avanzado de las ideas que, sólo cincuenta años más tarde, estallarán con
Newton. Lo cierto es que Galileo está en la base misma de uno de los períodos
más brillantes de la historia de la ciencia. Con justicia puede considerárselo
el fundador de la física moderna, y junto a Kepler, uno de los grandes
responsables del triunfo del sistema copernicano. Había nacido en Pisa el 15 de
febrero de 1564, y su padre lo destinó al estudio de la medicina: pero Galileo
se orientó rápidamente hacia la física y la astronomía. En uno y otro campo sus
contribuciones fueron decisivas. Fue probablemente el primero en enfocar un
telescopio hacia el cielo, inaugurando una nueva era: vio la Vía Láctea
disolverse en un mar de estrellas, y vio manchas en el Sol –con lo cual
destruyó la supuesta perfección del astro rey– y, lo, que es más importante,
encontró satélites girando alrededor de Júpiter, con lo cual asestó un golpe
formidable al dogma de que todo giraba alrededor de la Tierra, y proporcionó
una fanfarria más al triunfal ascenso del sistema copernicano.
En la
mecánica, Galileo se dedicó al estudio del movimiento: su descubrimiento
temprano de las leyes del péndulo es apenas un jalón, coronado muchos años más
tarde al enunciar la ley de la caída de los cuerpos, tras haber encontrado la
solución de un problema que no habían podido resolver sus fabulosos precursores
y contemporáneos Copérnico: Giordano Bruno, Kepler, Descartes.
Para el
aristotelismo, la velocidad de caída dependía del peso: Galileo estableció que
todos los cuerpos caen en el vacío con la misma aceleración, y la ley que rige
el camino recorrido: proporcionalidad al cuadrado del tiempo transcurrido. Al
formular esta ley en forma precisa y contundente, Galileo pone en entredicho
toda la física de Aristóteles. ¿Cómo llega a este resultado? ¿Qué es
exactamente lo que hace? No es tirar esferas iguales desde lo alto de la torre
de Pisa –aunque podría haberlo hecho– sino, además medir y experimentar,
imaginar, plantear las condiciones ideales para el experimento y razonar sobre
la base de ellas, es decir, abstraer. Esto, que hoy en día resulta obvio para
cualquier estudiante que se inicie en el estudio de las ciencias, no lo era
entonces ni mucho menos. Nada iba a avanzar hasta que no se rompiera con el
espacio compacto y carente de vacío de Aristóteles, donde los móviles se
dirigían a sus lugares preestablecidos, y hasta que no se tratara al espacio
físico como una entidad geométrico-euclidiana y, como tal, abstracta.
Galileo
comprende que el mundo, por lo menos tal como lo explica la ciencia, es
abstracto, y que el lenguaje a utilizar para describirlo es el lenguaje
matemático. Aquí hay una ruptura no sólo física, sino filosófica, de una
magnitud que ahora es difícil apreciar y que puede compararse –si se quiere–
con la que inicia Descartes sentado frente a su chimenea en Holanda,
estableciendo la duda metódica y partiendo de cero para reformular la filosofía
occidental. “El libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos”,
dijo Galileo, enunciando el principio general de la nueva física; poco más
tarde, Newton escribiría ese libro.
Pero más
allá de todos sus descubrimientos, y del decisivo empujón que dio a la ciencia,
Galileo es el símbolo de la lucha entre la verdad y el poder: no debe extrañar
que haya inspirado a escritores, poetas y generaciones de científicos. Sin
embargo, más que el personaje que nos muestra Brecht, Galileo parece una
creación de Milan Kundera. Su retractación fue quizás el acto más lúcido de su
vida, y una de las mayores enseñanzas que nos dejó, además de una preciosa
contribución al método experimental: en vez de inmolarse en el altar de la
verdad y en aras de un heroísmo dudoso, hace lo que le exigen sus jueces,
sabiendo que nada cambiará porque alguien firme o confiese tal o cual cosa: en
suma, que la estupidez no puede triunfar sino momentáneamente. La tal vez falsa
anécdota del susurro por lo bajo (“igual se mueve”) resulta completamente
redundante.
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