SIN PROPÓSITO
ALGUNO
Por Josefina Cano
El cerebro humano no evolucionó para que
pensáramos. Pensamos porque el cerebro evolucionó
Cuando en un pasado muy lejano, hace más de
5 millones de años, nuestros ancestros homínidos se levantaron del piso, en lo
que sería el inicio del camino a convertirnos en humanos, las dificultades
debieron ser innumerables. Una de ellas, y la que hubiera podido considerarse
un grave error de la evolución pues ponía en gran riesgo la supervivencia, fue
el hecho de que la posición erguida condujo a un estrechamiento de las vías del
alumbramiento en las hembras. Esto, sumado a que el cerebro de nuestros
homínidos ancestrales ya estaba creciendo se convirtió en una grave dificultad
al momento del parto. Y como la evolución no es un proceso dirigido y lineal
hacia lo que es mejor, el intento podría haberse malogrado. Es posible que
muchas vidas de infantes y sus madres se perdieran como consecuencia de estas
complicaciones.
La solución encontrada, seguramente por
ensayo y error fue la neotenia: las crías humanas nacen en un estado de
inmadurez y sólo completan su desarrollo fuera del cuerpo materno. Además, los
huesos del cráneo del infante pueden cambiar de forma y encogerse pues no están
completamente soldados o fusionados, facilitando el paso de la cabeza por los
ductos estrechados por la posición erguida.
El nacimiento en los chimpancés, en cambio,
no representa los mismos peligros que en su momento lo fueron para nuestros
homínidos ancestrales. El tamaño del cráneo de un chimpancé recién nacido es
menos de la mitad del de un bebé humano. La adopción de la postura erguida en
los humanos y el consecuente bipedalismo, además de estrechar los ductos del
nacimiento, los volvió más cortos, a diferencia de los de nuestros primos
cercanos, que se han mantenido igual desde hace más de 8 millones de años,
cuando partimos caminos con ellos.
La solución encontrada por la selección
natural al problema del paso de un cráneo grande por unos ductos más estrechos,
la neotenia, produjo como un efecto colateral, sin ningún propósito definido
con anterioridad pues así trabaja la evolución, la posibilidad de un crecimiento
aún mayor del cráneo humano.
Además de hacer posible que la cabeza se
“encoja” para pasar por los estrechos ductos pélvicos, el cráneo flexible
facilita un crecimiento exponencial del cerebro en los infantes, que en los
primeros años de sus vidas pasan de unos 400 cm3 a unos 800 cm3
para alcanzar, ya en el inicio de la vida adulta alrededor de los
1400 cm3.
Un estudio reciente evidencia que ese
retraso en la fusión de los huesos craneanos fue un hecho, como lo demuestran
los fósiles de homínidos de 3 millones de años, siendo sus cráneos todavía mucho
más pequeños que los nuestros.
Para saber qué tan lejos en nuestro pasado
evolutivo se puede encontrar pruebas de que los huesos craneanos no estaban
soldados, un grupo de investigadores liderado por el antropólogo Dean
Falk de la Escuela para Estudios Avanzados en Santa Fe, Nuevo México, usó
un marcador de fusión craneana en un número considerable de fósiles de
homínidos, humanos modernos, chimpancés y bonobos. El estudio se centró en un
nuevo análisis de un fósil de Australopitecus africanus, correspondiente
a un niño de alrededor de 4 años descubierto por el legendario Raymond Dart y
datado con 3 millones de antigüedad, el niño de Taung. El espécimen tiene
la cara, la mandíbula inferior y un molde del interior del cráneo tallado por
el material rocoso que lo rellena. Ese molde conserva muchas de las
características del cráneo, entre ellas la fisura entre sus huesos.
Falk y un grupo de investigadores suizos,
usando los recursos de la tomografía, demostraron la persistencia de la fisura
en el hueso frontal del cráneo del niño de Taung, a pesar de que su capacidad
craneana era de apenas 400 cm3 y la de un adulto de A. africanus de
tan sólo 460 cm3.
Las comparaciones con cientos de cráneos de
chimpancés y bonobos, más de 1000 humanos actuales y 62 homínidos incluyendo
australopitecinos, Homo erectus y neandertales llevan a una
conclusión: las fisuras del hueso frontal en chimpancés y bonobos desaparecen
al nacer mientras que en nuestros ancestros y en nuestros bebés se tardan hasta
la erupción de los primeros molares, dos años o más.
El cierre tardío de las fisuras del hueso
frontal en nuestros ancestros, con más precisión en A. africanus,
con una capacidad craneana considerablemente más reducida que la nuestra,
demuestra que la evolución a lo que hoy somos, que ya se había iniciado con el
abandono de la vida arbórea y el consecuente bipedalismo, añadió un factor
fantástico: la maleabilidad del cráneo ancestral no sólo resolvió el problema
del alumbramiento sino que permitió la expansión de los lóbulos frontales y con
ello despejó el camino a la adquisición de una capacidad craneana que se fue
fortaleciendo en los siguientes millones de años hasta convertirnos en los
únicos homínidos que ahora tienen la posibilidad de estar aquí, leyendo y
escribiendo.
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