18 de junio de 2013

maleabilidad craneal, alumbramiento y hominización

SIN PROPÓSITO ALGUNO

Por Josefina Cano


El cerebro humano no evolucionó para que pensáramos. Pensamos porque el cerebro evolucionó

Cuando en un pasado muy lejano, hace más de 5 millones de años, nuestros ancestros homínidos se levantaron del piso, en lo que sería el inicio del camino a convertirnos en humanos, las dificultades debieron ser innumerables. Una de ellas, y la que hubiera podido considerarse un grave error de la evolución pues ponía en gran riesgo la supervivencia, fue el hecho de que la posición erguida condujo a un estrechamiento de las vías del alumbramiento en las hembras. Esto, sumado a que el cerebro de nuestros homínidos ancestrales ya estaba creciendo se convirtió en una grave dificultad al momento del parto. Y como la evolución no es un proceso dirigido y lineal hacia lo que es mejor, el intento podría haberse malogrado. Es posible que muchas vidas de infantes y sus madres se perdieran como consecuencia de estas complicaciones.
La solución encontrada, seguramente por ensayo y error fue la neotenia: las crías humanas nacen en un estado de inmadurez y sólo completan su desarrollo fuera del cuerpo materno. Además, los huesos del cráneo del infante pueden cambiar de forma y encogerse pues no están completamente soldados o fusionados, facilitando el paso de la cabeza por los ductos estrechados por la posición erguida.
El nacimiento en los chimpancés, en cambio, no representa los mismos peligros que en su momento lo fueron para nuestros homínidos ancestrales. El tamaño del cráneo de un chimpancé recién nacido es menos de la mitad del de un bebé humano. La adopción de la postura erguida en los humanos y el consecuente bipedalismo, además de estrechar los ductos del nacimiento, los volvió más cortos, a diferencia de los de nuestros primos cercanos, que se han mantenido igual desde hace más de 8 millones de años, cuando partimos caminos con ellos.
La solución encontrada por la selección natural al problema del paso de un cráneo grande por unos ductos más estrechos, la neotenia, produjo como un efecto colateral, sin ningún propósito definido con anterioridad pues así trabaja la evolución, la posibilidad de un crecimiento aún mayor del cráneo humano.
Además de hacer posible que la cabeza se “encoja” para pasar por los estrechos ductos pélvicos, el cráneo flexible facilita un crecimiento exponencial del cerebro en los infantes, que en los primeros años de sus vidas pasan de unos 400 cm3 a unos 800 cm3 para alcanzar,  ya en el inicio de la vida adulta alrededor de los 1400 cm3.
Un estudio reciente evidencia que ese retraso en la fusión de los huesos craneanos fue un hecho, como lo demuestran los fósiles de homínidos de 3 millones de años, siendo sus cráneos todavía mucho más pequeños que los nuestros.
Para saber qué tan lejos en nuestro pasado evolutivo se puede encontrar pruebas de que los huesos craneanos no estaban soldados, un grupo de investigadores liderado por el antropólogo Dean Falk  de la Escuela para Estudios Avanzados en Santa Fe, Nuevo México, usó un marcador de fusión craneana en un número considerable de fósiles de homínidos, humanos modernos, chimpancés y bonobos. El estudio se centró en un nuevo análisis de un fósil de Australopitecus africanus, correspondiente a un niño de alrededor de 4 años descubierto por el legendario Raymond Dart y datado con 3 millones de antigüedad, el niño de Taung.  El espécimen tiene la cara, la mandíbula inferior y un molde del interior del cráneo tallado por el material rocoso que lo rellena. Ese molde conserva muchas de las características del cráneo, entre ellas la fisura entre sus huesos.
Falk y un grupo de investigadores suizos, usando los recursos de la tomografía, demostraron la persistencia de la fisura en el hueso frontal del cráneo del niño de Taung, a pesar de que su capacidad craneana era de apenas 400 cm3 y la de un adulto de A. africanus de tan sólo 460 cm3.
Las comparaciones con cientos de cráneos de chimpancés y bonobos, más de 1000 humanos actuales y 62 homínidos incluyendo australopitecinos, Homo erectus y neandertales llevan a una conclusión: las fisuras del hueso frontal en chimpancés y bonobos desaparecen al nacer mientras que en nuestros ancestros y en nuestros bebés se tardan hasta la erupción de los primeros molares, dos años o más.
El cierre tardío de las fisuras del hueso frontal en nuestros ancestros, con más precisión en A. africanus, con una capacidad craneana considerablemente más reducida que la nuestra, demuestra que la evolución a lo que hoy somos, que ya se había iniciado con el abandono de la vida arbórea y el consecuente bipedalismo, añadió un factor fantástico: la maleabilidad del cráneo ancestral no sólo resolvió el problema del alumbramiento sino que permitió la expansión de los lóbulos frontales y con ello despejó el camino a la adquisición de una capacidad craneana que se fue fortaleciendo en los siguientes millones de años hasta convertirnos en los únicos homínidos que ahora tienen la posibilidad de estar aquí, leyendo y escribiendo.


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