EL CAMINO DEL CARBONO
Por Julio César Londoño
Con esta entrada anunciamos que empezaremos a publicar
en este blog, además de artículos de divulgación científica, cuentos y otras
composiciones literarias de contenido científico
Un día, 11.400
millones de años después del Big Bang, un grupo de moléculas inertes formaron,
barajadas por el azar o urgidas por la mano de Dios, la primera célula, materia
animada y capaz de autoclonarse, “un Adán microscópico, simple y perfecto, con
cuerpo de bacteria y corazón de ADN”.
Una noche dos
bacterias, atraídas quizá por la fuerza de gravedad del amor, se unieron
simbióticamente y formaron la primera criatura unicelular compuesta. Mil
millones de años después varios unicelulares se fundieron en un organismo
multicelular, un pite de animal capaz de organizar sus células en tejidos y los
tejidos en órganos, y de bifurcarse en géneros: el macho y la hembra. Los suspiros,
los jadeos, las grandes pasiones, las pequeñas mezquindades y los secretos heroísmos
del amor, tuvieron allí su origen.
Desvelados alquimistas
verdes, los vegetales descubrieron la fotosíntesis, trasmutaron la luz del sol
en sustancias orgánicas y bli9ndaron con ozono la atmósfera del planeta. Entonces
la mañana fue azul y la tarde naranja.
De manera paralela
a estos procesos de complejidad creciente, habían surgido en los animales unas
células muy despiertas, las neuronas, y con ellas un órgano inédito, el cerebro.
Aunque feo, podía coordinar las funciones de los otros órganos, y recordar. Además
de la memoria colectiva, el ADN, ahora los animales tenían una memoria
individual y disponían de una herencia más veloz que la genética, la cultural. Ya
eran posibles el aprendizaje y la enseñanza.
Hace 600 millones
de años nuestros antepasados acuáticos se armaron de esqueleto, aprendieron a
respirar el oxígeno del aire, reptaron por las playas (entonces dominio de los
insectos y los vegetales) y esculpieron un objeto revolucionario, el huevo
amniótico. Antes los huevos eran sólo “yema”, la cuna del embrión; estas
burbujas de gelatina amarilla flotaban en el mar, los ríos o las charcas, que
hacían las veces de la “clara”, que es la despensa donde el embrión toma los
nutrientes que requiere. La genialidad de estos primeros reptiles consistió en
juntar la yema y el mar en un empaque bello, seguro y, aunque hermético,
permeable a los gases, el huevo de cada día. Fue un invento de los que hacen
época: los reptiles no tuvieron que regresar al agua a desovar, y conquistaron
la tierra.
Con el paso del
tiempo, las córneas escamas que estos reptiles habían heredado de sus
antepasados se fueron dulcificando. Unas se volvieron plumas y alzaron el
vuelo. Otras fueron pelo suave y tibio, como incitando caricias. Pájaros y
mamíferos entran en escena (también hubo, claro, líneas de descendientes que no
divergieron tanto de los abuelos reptiles: salamandras, serpientes, tortugas y
los grandes saurios, entre otros. Algunos románticos, como el cocodrilo,
regresaron al agua).
Luego la naturaleza
urdió una nueva memoria, la inmunológica, un sistema de defensa capaz de recordar
por siempre un rostro enemigo, y oponerle su correspondiente anticuerpo.
Los reptiles aún
produjeron dos inventos notables: el diafragma que nos permite respirar sin
afugias y el pene, que hizo del sexo un acto íntimo y mucho más eficaz y placentero
que el frígido desove.
Corrían el millón
230 a.C., la Tierra estaba formada por un sólo continente, Pangea, y un océano,
Panthalasa; las estrellas no tenían nombre y el pecado, sal de la vida, no
existía porque nuestros antepasados eran animales inocentes en cuyo cerebro,
milagro fisiológico, aún no se producía la conciencia, esa operación
metafísica.
Luego los vegetales
inventaron la flor; los minerales, los prismas, y Pangea se fracturó en
continentes que derivaron por la superficie del globo.
Hace dos millones
de años los prehomínidos empezaron a divergir de sus parientes los primates. Como
vivían en los árboles, habían desarrollado visión estereoscópica y manos muy
diestras –prensiles, dotadas de pulgares oponibles a los demás dedos– y
descubiertas las ventajas de amamantar a las crías con jugos de sus propias
entrañas. Una noche el homínido bajó de los árboles, se irguió, vio las
estrellas, una por una… y una vibración anómala estremeció su cerebro. Algo del
animal murió esa noche, y otra entidad, ángel o demonio, ocupó su lugar. Al día
siguiente se despertó con una canción en los labios. Había nacido el lenguaje.
(Como le había
tocado en suerte un aparato fónico muy fino, sus gruñidos tenían muchos
matices. Poseía, pues, un buen léxico. Y de alguna sintáctica y combinatoria
manera aprendió a ordenar esas palabras en series diversas. Con estas frases
nació el lenguaje “fenómeno que precedió
a la aparición del sistema nervioso central propio de la especie humana. El hombre,
pues, es hijo del lenguaje más que este de aquel. Quizá por eso dice Las Escrituras:
“Al principio fue el verbo”).
¿Dotó Dios al
hombre de conciencia para que fuera un digo espectador de la Creación, para que
la cantara en himnos y la cifrara en ecuaciones? ¿O fue el hombre que urdiendo
halagos y oraciones logró esta prebenda? Ni el Diablo lo sabe. Lo cierto es que
este singular bípedo, con tanto de animal y algo de divino, aún no encuentra
acomodo. La Tierra le queda estrecha, y el cielo alto.
Tomado de Zig zag, antología personal
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