LOS
ORÍGENES DEL PENSAMIENTO EXACTO
Por Julio César Londoño
La ciencia tiene cinco orígenes. Para algunos comienza con Galileo, un
muchacho malcriado que arrojaba libros, piedras, orines, escupa, ranas y
naranjas desde la torre de Pisa, como cualquier muchacho. La diferencia es que
Galileo midió el tiempo de caída de los objetos con los latidos de su propio
corazón, y encontró que la altura era proporcional al cuadrado del tiempo. Como
introdujo el rigor y cambió las fórmulas retóricas por ecuaciones matemáticas,
muchos lo consideran el padre de la ciencia moderna.
Para otros el origen de la ciencia hay que fecharlo en el siglo III a.
C., cuando Euclides publica sus Elementos, una obrita que
parte del punto, es decir, lo que no tiene partes; sigue con la línea, una
longitud sin anchura que resulta del movimiento del punto; continúa con el
plano, una superficie sin espesor que resulta de desplazar la línea, y termina
con los sólidos, que son cuerpos generados por el movimiento de un plano (así,
una moneda que gira genera una esfera). Los Elementos son una
catedral sostenida en un punto, un arco sin fisuras que va de la simplicidad
del postulado hasta la soberbia elegancia del teorema, y un modelo de
razonamiento, el axiomático, que constituye la única certeza del ser humano en
el mundo. Todo lo demás se desvanece en el aire. Lo que no es matemática es
filatelia.
Un alemán sutil, Thomas Mann, creía que todo había empezado con Platón y
con una partícula gramatical en el siglo IV a. C. En un ensayo sobre Schopenhauer,
Mann recuerda la teoría de los arquetipos, esa audaz afirmación de que las
ideas son reales y las cosas meros fantasmas, y cita el famoso ejemplo de
Platón: Una rosa es en un instante; la rosa,
en la eternidad. “En este paso del artículo indeterminado al artículo
determinado –asegura Mann—está la base de la filosofía y el germen del espíritu
de la ciencia”.
Aristóteles decía que la ciencia había empezado en el siglo VI a. C.,
concretamente el 29 de mayo del año 585, con Tales de Mileto, un mercader que
aprendió matemática y astronomía babilónicas mientras regateaba en los mercados
egipcios. Así pudo predecir con pasmosa puntualidad el eclipse total de sol que
sucedió ese día. Por esto Aristóteles decía que la filosofía griega empezó con
Tales.
Otros creen que el hombre está haciendo ciencia desde siempre y que el
momento cumbre de este “siempre” fue la conquista del fuego. Es una hipótesis
nada deleznable. Del fuego salió la cerámica, la metalurgia, la espada, el
arado, la agricultura, la ciudad. También el humo, la primera forma de
comunicación a grandes distancias. “El fuego, que no podemos mirar sin un
antiguo asombro…”
Tenemos, pues, cuatro candidatos famosos (Galileo, Euclides, Platón y
Tales) y un hombre sin rostro. Cualquiera de ellos merece el nombre de padre de
la ciencia. No está de más recordar que la palabra ciencia sólo
vino a tomar el significado que le damos hoy en el siglo 19. Antes era un
término latino que significaba sólo saber. Saber cualquier cosa.
Saber tirar la lanza, por ejemplo. Fue el filósofo natural William Whewell
quien empezó a utilizar la palabra “científico” para referirse a sus colegas,
los físicos, palabra que también acuñó porque “filósofo natural” le
parecía una expresión vaga. Desde ese momento la ciencia dejó de tirar lanzas y
se volvió una cosa seria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario