DE LA CLONACIÓN Y OTRAS PERVERSIONES
Por Klaus Ziegler
La creación de células embrionarias en el
laboratorio para luego destruirlas es un retroceso moral, un atentado contra la
vida, advirtió Sean O’Malley, cabeza del Comité Pro-vida de la Conferencia de
Obispos Católicos.
Sus
declaraciones se conocieron horas después de que Shoukhrat Mitalipov y su
equipo anunciaran haber clonado con éxito una célula de piel humana.
Este “atentado contra la
vida” consistió en tomar una célula adulta de la piel de un donante e
implantarla luego dentro de un óvulo desprovisto de su material genético. Tras
realizar la transferencia nuclear, los científicos lograron que el ovocito se
activara, dando inicio a los primeros pasos del desarrollo embrionario que, de
continuar su curso natural, daría lugar a un individuo idéntico al donante. El
proceso, no obstante, se detiene en un estadio temprano, cuando se forma el
blastocisto. En este momento ya es visible una masa interna de células
pluripotentes, llamadas así por su capacidad para diferenciarse en cualquiera
de los tipos celulares que conforman un organismo vivo: neuronas, células
cardíacas, de la piel, del hígado, pancreáticas… Es solo cuestión de tiempo
para que los científicos consigan llevar el proceso hasta sus últimas fases, y
logren así crear un clon humano.
El potencial de esta
“perversión científica” es incalculable. La técnica permitirá reconstruir
órganos dañados de manera irreversible. Células madres se podrán utilizar para
regenerar un corazón infartado, un hígado devastado por la cirrosis o el
páncreas de un diabético. La clonación terapéutica abre las puertas para
reparar la médula irremediablemente rota de un cuadripléjico, y quién sabe
cuántos milagros más. Este es el verdadero significado del terrible “retroceso”
del que hablaba el cardenal O’Malley.
Como señala el filósofo
Nick Bostrom, gran parte del repudio a la clonación proviene del temor que
usualmente genera toda nueva tecnología. Es el mismo pánico que despertaron los
primeros trasplantes de corazón y las primeras fertilizaciones in vitro. En
1970, las gentes, en su mayoría, se oponían a la idea de crear “bebés probeta”.
Los fatalistas auguraban una sociedad futura en la que el tubo de ensayo
terminaría suplantando el vientre femenino. La idea se ve hoy ridícula, tan
risible como las declaraciones del profesor Emilio Yunis quien no hace mucho
advertía que la clonación de personas podía acabar con la diversidad del genoma
humano. Siete mil millones de habitantes multiplicándose como conejos, ¡y
todavía Yunis teme un mundo dominado por clones autorreplicantes! Su
advertencia no puede ser más ingenua.
Los más conservadores
suponen que la clonación es inmoral porque subvierte “el orden natural”, lo
cual, se da por sentado, constituye algo indeseable. Este es el mismo argumento
utilizado décadas atrás para condenar el matrimonio civil y que hoy se esgrime
para prohibir la unión entre personas del mismo sexo. Quienes así razonan
olvidan que, por regla general, todo progreso moral ha implicado romper con ese
“orden natural”. Solo un retrógrado invocaría hoy el derecho divino a poseer
esclavos, y ni siquiera el más reaccionario se opondría a que las mujeres sean
tratadas en pie de igualdad, en contravención del “orden natural” de épocas
pasadas.
Pero la manipulación del
embrión sería abominable, no por transgredir la ley terrenal, sino la ley
divina. Según la creencia, el óvulo fecundado ya es una persona, “en potencia”,
pero dotado de un alma inmortal, infundida desde el momento mismo de la
concepción por un Ser ultraterreno, omnipotente, invisible. Pero al parecer
este “élan” vital también se escondería bajo la epidermis (de hecho, en cada
célula de nuestro cuerpo), pues el hálito milagroso de Mitalipov logra así
mismo desencadenar esa cascada de eventos que nueve meses más tarde desembocan
en un humano. No sé qué hará el Procurador cuando se entere de que cada célula
de sus carrillos obispales alberga un ser humano “en potencia”. ¡Qué lío al
afeitase!, pues cómo evitar que la cuchilla termine enviando por los desagües
más almas inocentes que todas las víctimas juntas del holocausto nazi.
No se puede negar, sin
embargo, que la clonación, humana o terapéutica, podría implicar riesgos que
habría que evaluar, como ocurre con cualquier nuevo medicamento o con cualquier
terapia de vanguardia. Pero deberán ser los expertos quienes adviertan sobre
los peligros y quienes regulen y fijen las limitaciones a estas técnicas. A la
hora de sopesar los riesgos de una transfusión sanguínea, para dar un ejemplo,
recurrimos a un médico, no a un teólogo. A nadie (excepto a un Testigo de
Jehová) se le ocurriría dejar morir desangrado a otro ser humano apoyándose en
interpretaciones bíblicas. Sin embargo, cuando se trata de legislar sobre
asuntos tan delicados como la clonación, el aborto o la eutanasia, se consulta
la opinión de curas y teólogos, como si estos individuos gozaran de una
sabiduría especial para juzgar lo que es ético o conveniente para la sociedad.
En una de sus más
célebres sentencias, Bertrand Russell afirmó: “No ha existido un solo avance
moral de la humanidad que no haya contado con el rechazo de las Iglesias organizadas
del mundo”. Tiempo atrás, las autoridades eclesiásticas prohibieron la
disección de cadáveres. Luego condenaron la vacuna de la viruela por
considerarla “un desafío levantado al Cielo”. “Quienquiera que recurra a ella
dejará de ser hijo de Dios”, escribió el papa León XII en una encíclica del año
1829. En épocas más recientes se opusieron a los trasplantes, al control de la
natalidad, al uso del condón, a los anticonceptivos… Hoy condenan la clonación
en todas sus formas, incluso a aquella cuyo único fin sería curar con células
embrionarias.
Fuente: elespectador.com
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