LA IMPORTANCIA DE LA DIVULGACIÓN CIENTÍFICA
Por Juan
Ignacio Pérez Iglesias*. Conferencia
en la jornada "Ciencia y Sociedad", organizada por la Fundación
Elhuyar, en Usurbil (Guipúzcoa), junio de 2006
Gracias a la ciencia, o si se prefiere, a la
ciencia y a la tecnología, ha conseguido el ser humano sus niveles actuales de
calidad de vida. El efecto que la ciencia y la tecnología han tenido y tienen
en la mejora de nuestras condiciones de vida es evidente en todo tipo de
ámbitos. Como consecuencia de ello, hoy vivimos mucho mejor que hace cien años.
Tenemos mejores viviendas, con un ambiente mucho más saludable y con
electrodomésticos que nos hacen la vida más fácil. Tenemos mejores ropas, y
gracias a ello no pasamos tanto frío en invierno. Los medios de transporte han
mejorado enormemente en los últimos cien años, hasta el punto que podemos
llegar a casi cualquier lugar del mundo en unas pocas horas. Tenemos a nuestro
alcance más bienes culturales que nunca. Y, como consecuencia de todo ello,
nuestra esperanza de vida es ahora más larga, y además de vivir más tiempo
también vivimos mejor. No creo que nadie ponga esto en duda. Algo diferente es cuál
es el precio, si es que existe ese precio, que tenemos que pagar para que
esto sea así. Pero incluso existiendo tal precio, todas esas mejoras han venido
de la mano de la ciencia y de la tecnología. Por todo lo anterior, es difícil
entender de dónde vienen la desconfianza, el escepticismo y la incredulidad que
tanto nuestra sociedad como otras sociedades vecinas muestran tanto ante la
ciencia como ante los productos de la ciencia y de la tecnología.
Existen numerosos ejemplos de lo que quiero
exponer, y uno de ellos es el que comentaré a continuación. Desde hace años
–aunque en los últimos meses se ha hecho mucho más evidente–, en su programa
dedicado a la predicción del tiempo, la televisión nos ofrece cada tres meses
información relativa a las témporas**. Antes de empezar cada estación del año
nos ofrecen un pronóstico del tiempo que hará en cada uno de los meses de esa
estación. Por supuesto, las predicciones realizadas mediante las témporas
aciertan por completo en la mayoría de los casos, anunciando tiempo frío y
lluvioso para el invierno, así como bochorno, calor y tormentas para los meses
del verano. Como bien sabemos, tampoco tiene demasiado mérito acertar el tiempo
que hará en primavera y en otoño.
¿Cómo deberíamos juzgar esto? ¿Deberíamos tomarlo
como algo inocuo o como algo preocupante? ¿Deberíamos preocuparnos por ello? Yo
creo que sí, porque no es algo neutro, en absoluto. Si se otorga credibilidad a
las supersticiones, en la misma medida se le quita al conocimiento basado en la
evidencia, y eso puede ser muy perjudicial, porque de esa forma se alimenta la
tendencia a la desconfianza y a la incredulidad ante la ciencia, tal como he
comentado antes. Y, en mi opinión, esas tendencias pueden traer consecuencias
peligrosas para el futuro bienestar material e intelectual de nuestra sociedad.
Existen dos razones para lo que acabo de decir.
La primera razón se refiere a la valoración de la ciencia. Si se ponen al mismo
nivel el conocimiento basado en la evidencia y el basado en el pensamiento
mágico, y, en general, si ponemos en cuestión el valor de la ciencia, entonces
no tendremos ninguna razón para valorar adecuadamente los productos basados en
la ciencia. Y siendo eso así, ¿para qué valen la ciencia y la tecnología? ¿Para
qué invertir en ciencia y tecnología? Está claro que si se pone eso en
cuestión, entonces los poderes públicos tendrán menos estímulos para impulsar
la ciencia y la tecnología, con las consecuencias que ello tendría.
No obstante, tal y como he mencionado antes,
existe otra razón, tan importante como la primera, si no más importante. Para
explicar lo que quiero exponer debemos dirigir la mirada a la época en la que
puede ubicarse el origen de la ciencia tal y como la conocemos en la
actualidad; me refiero al Siglo de las Luces. Fue en esa época, bajo la
influencia del pensamiento de Francis Bacon, cuando emergieron y florecieron la
ciencia y el conocimiento basado en la evidencia. El exponente más notable y
evidente de ello es Newton. Pero el Siglo de las Luces no fue solamente el del
nacimiento de la ciencia. Francis Bacon tuvo una gran influencia en el
pensamiento del filósofo John Locke, y fue éste quien, con más claridad que
ningún otro, sentó las bases de una sociedad abierta, democrática y laica.
Nadie piense que todo esto fue fruto de la casualidad. En absoluto lo fue, pues
se da la circunstancia de que, en lo sustancial, son los mismos los fundamentos
del conocimiento científico y los de la sociedad abierta. Ambos se basan en la
duda, la libertad de expresión, la tolerancia y el optimismo, y ambos tienen
como sus mayores enemigos a los prejuicios, la intolerancia, el dogmatismo y el
pesimismo.
Pero volvamos ahora al hilo principal. Al
atribuir al pensamiento mágico y a la ciencia un mismo valor, ponemos en
cuestión las bases de la ciencia. Y por lo tanto, si aceptamos que la sociedad
abierta y la ciencia descansan sobre los mismos fundamentos, estaremos poniendo
a ambas en cuestión. Al fin y al cabo, si no es la evidencia el principal
criterio en la búsqueda de la verdad, ¿por qué tendría que aceptarse –por
ejemplo– que todos los individuos son iguales y tienen los mismos derechos?
Habrá quien piense que estoy haciendo una gran
montaña a partir de una simple anécdota, pero no creo que eso sea así. En mi
opinión, tenemos que ser bastante exigentes en la defensa del valor y de las
bases de la ciencia. En efecto, las actitudes contrarias a la ciencia y a la
evidencia son cada vez más fuertes en nuestra sociedad, a la vez que se imponen
el dogmatismo y el fundamentalismo.
El asunto de las témporas puede tomarse como un
hecho anecdótico de poca importancia, pero si lo valoramos en el contexto de
los ataques que en la actualidad se dirigen contra la racionalidad, debemos
enfocar estas cuestiones de otra forma. Así, en algunas localidades de
Norteamérica se han llegado a equiparar el estatus y el tratamiento que se da a
la evolución y al creacionismo en el sistema educativo. Y aquí, en Europa, el
ecologismo extremista rechaza con dureza avances científicos que pueden
proporcionar beneficios innegables. Y esto está sucediendo bajo la influencia
del apoyo intelectual o, mejor dicho, pseudointelectual que prestan a estas
actitudes el postmodernismo y el relativismo cultural. En efecto, son el
postmodernismo y el relativismo cultural, las tendencias que han dirigido el
ataque más duro contra la ciencia y el conocimiento basado en la evidencia, al
llegar a cuestionar el propio concepto de objetividad.
En mi opinión, si se ponen en cuestión los
resultados de la ciencia y de la tecnología y si se socavan las mismas bases de
la ciencia, son las bases de nuestra sociedad las que se socavan. Y si eso es
así, estará en juego nuestro futuro bienestar, tanto material como político e
intelectual. Y que nadie piense que esto no puede suceder. En ninguna parte
está escrito que las sociedades tengan siempre que avanzar, o que el desarrollo
de la ciencia y del saber no tengan vuelta atrás o que no puedan retroceder. Al
fin y al cabo, algo así les ha sucedido a otras sociedades a lo largo de la
historia, por lo que la nuestra no sería la primera.
Y esta ha sido mi segunda razón. Es decir, si
concedemos a una predicción meteorológica realizada mediante las témporas la
misma importancia y el mismo estatus que otorgamos a una predicción basada en
el método científico, estamos alimentando las tendencias contrarias a la
ciencia que he comentado anteriormente. Por eso he señalado que es peligroso
acudir a las témporas al ofrecer la predicción del tiempo en televisión.
Desde mi punto de vista, son dos las formas de
hacer frente a las tendencias contrarias a la ciencia; una es la educación y la
otra es la información. En mi modesta opinión, es poca la importancia que se da
a la ciencia en el sistema educativo, si la medimos –por supuesto– por el
tiempo y los recursos que se le dedican. Sería necesario hacer un mayor
esfuerzo en los niveles de la educación obligatoria. De otro modo, no se
superará nunca la distancia entre el conocimiento de las ciencias y el de las
letras que tiene la ciudadanía.
Y junto con la educación, son la información y la
divulgación las mejores recetas para curar esa enfermedad. Concedo, pues, gran
importancia a la divulgación de la ciencia y de la tecnología, y lo hago por
las razones aquí expuestas. Es decir, además de ejercer una indudable
influencia cultural, la divulgación científica cumple, a mi entender, un cometido
fundamental, pues nuestra sociedad será más abierta, más democrática y más
libre en la medida que sean sólidas las bases de la ciencia. O, dicho de forma
breve: el saber –y en este caso el saber científico– nos hace más libres.
* Nacido en 1960 en Salamanca y doctorado en
Biología en 1986, es Catedrático en Fisiología y fue rector de la Universidad
del País Vasco desde que fuera elegido en mayo de 2004 hasta el año 2008
** En la Iglesia
Católica, son los breves ciclos litúrgicos, correspondientes al final e
inicio de las cuatro estaciones del año
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