LA HISTORIA MÁS GRANDE JAMÁS CONTADA
Por Miguel
Santander García
Érase una vez que se era la mayor catástrofe
imaginable. Ocurrió hace mucho, al principio de lo que llamamos tiempo. Aquel
dicho de que "si algo puede salir mal, saldrá mal" es sólo la mitad
de la verdad en el mundo de lo pequeño; allí, no sólo lo malo, sino
absolutamente todo lo que puede ocurrir, terminará ocurriendo.
Y así fue: hubo una fluctuación en el vacío, un suceso que tiene lugar
continuamente a nuestro alrededor y en el que se forman pares de partículas que
se aniquilan mutuamente un instante más tarde como si nada hubiera sucedido.
Sólo que, en este caso, los pares no se eliminaron mutuamente, y la
inestabilidad creó el espacio, el tiempo, y, en definitiva, dio lugar al
Universo entero.
¿Por qué sucedió así, por qué no se aniquilaron?
Preguntad, si queréis, a los sabios; nadie os sabrá dar una respuesta
convincente. En las condiciones extremas a las que estaba sometido el Universo
—toda su energía condensada en un solo punto de densidad infinita, una
singularidad— era seguramente inevitable, pero no podemos estar seguros porque
la física, al menos por ahora, es incapaz de penetrar la barrera de dicha
singularidad y escarbar en sus secretos.
Sucedió esto, como digo, en los albores del mismísimo
tiempo. Lamentablemente, el Universo tardó mucho en desarrollar mecanismos
capaces de medir y registrar lo que en él acontecía, por lo que la fecha,
basada en la observación de un momento muy posterior y la deducción lógica de
quien rebobina una película, sólo puede ser estimada. Tras varios valores
erróneos, —o, peor aún, directamente inventados— la mejor estimación de que
disponemos nos habla de 13.700 millones de revoluciones de un planeta minúsculo
alrededor de una estrella mediocre perdida en una galaxia cualquiera. Lo que no
deja de resultar curioso: como si ese planeta hubiera estado ahí, dando vueltas
desde el principio...
Pero no adelantemos acontecimientos y sigamos con
nuestro relato. El orden que reinaba en el Universo inicial, cuando todo era lo
mismo y estaba condensado en un mismo punto, cedió paso al caos más absoluto.
Como en toda historia que se precie de serlo, el
conflicto estaba servido. Comenzaba así la mayor lucha que haya existido, que
no es entre el bien y el mal, ni siquiera entre dos entidades conscientes de sí
mismas, sino entre dos meros conceptos, caos y orden, dos demiurgos ciegos,
estúpidos y azarosos.
Todo cambió en un instante. Durante el primer segundo
de vida del Universo (usando el sistema de medida del tiempo del planeta
anteriormente mencionado), el recién creado espacio-tiempo se hinchó y se hinchó
y las inestabilidades en la energía que medraba en su tejido dieron lugar a las
primeras partículas. Entre ellas se contaban los bloques de construcción
básicos o quarks; los cotidianos fotones, portadores de luz; los misteriosos
gravitones encargados de la gravedad; y los pequeños leptones, es decir,
electrones y neutrinos con sus correspondientes antipartículas, los positrones
y los anti-neutrinos.
Pero esto no fue todo lo que ocurrió entonces. La
única fuerza que había existido hasta ese instante se desdobló en cuatro
diferentes, cuatro agentes que sometieron cuatro aspectos diferentes del
incipiente desorden en un intento por crear orden: la gravedad, que gobernó
durante mucho tiempo, tratando de frenar la expansión descontrolada; la fuerza
electromagnética, que ordenaría el movimiento de toda partícula con carga
eléctrica; y las fuerzas nucleares débil y fuerte, que no tardarían en entrar
en acción.
Las cuatro fuerzas se pusieron enseguida manos a la
obra. Al final de este primer segundo de vida, los quarks fueron obligados por
la fuerza nuclear fuerte a asociarse de tres en tres para formar protones y
neutrones. Y poco después, durante el primer segundo, la temperatura descendió
lo suficiente como para que neutrinos y antineutrinos dejaran de interactuar
con el resto de la materia, que en adelante fue casi transparente para ellos.
Pero el caos no había dicho su última palabra. Los
electrones y los positrones se encontraron y emprendieron la primera guerra, la
más universal de cuantas haya habido, y también la más corta. Electrones y
positrones se encontraban y aniquilaban mutuamente en medio de estallidos de
rayos gamma. Quince segundos después de iniciarse la guerra, los pocos
electrones que sobrevivieron a la masacre ya no tuvieron con quien luchar.
Mientras tanto, las fuerzas nucleares estaban
aprovechando la enorme temperatura de millones de grados que reinaba en la sopa
del Universo primigenio para fabricar núcleos más complejos, a base de juntar
protones y neutrones en diferentes cantidades; aún así, al final del primer
minuto casi todo eran núcleos de hidrógeno (meros protones). Sólo había un
núcleo de helio por cada tres de hidrógeno, y apenas se formaron núcleos de
elementos más pesados. No todavía.
En aquel tiempo, el Universo era más negro que la
noche más oscura, un plasma muy caliente de electrones, protones, neutrones —y
otras partículas parecidas— y, por extraño que parezca, fotones. Éstos,
incapaces de atravesar el denso plasma sin chocar y rebotar continuamente con
unas y otras partículas, jamás llegaban a destino alguno. La luz tuvo que
esperar mucho tiempo para resplandecer, casi 400.000 años, cuando la expansión
del espacio-tiempo enfrió el Universo del mismo modo que un gas se enfría al
expandirse. Finalmente, cuando el Universo descendió por debajo de los 3.000
grados, grado arriba, grado abajo, los núcleos de los átomos, ya totalmente
formados, atraparon a su alrededor a los solitarios electrones, uno por cada
protón que hubiera en el mismo, y formaron la materia como la conocemos. Y la
luz, por fin, pudo escapar.
La expansión continuaba, y parecía que el caos ganaba
la partida después de todo, hasta que la gravedad provocó un espectacular giro
en los acontecimientos. Los átomos de hidrógeno y helio comenzaron a acercarse,
lentamente al principio, formando grumos y condensaciones que atraían a más y
más de sus hermanos. Las nubes de gas terminaron colapsando bajo su propio
peso, se calentaron y formaron estrellas, que se arremolinaron las unas
alrededor de las otras formando galaxias, islas luminosas que navegaban a la
deriva en la oscuridad de un vacío cada vez más insalvable.
Las estrellas, lejos de resultar meros artefactos
decorativos para embellecer el firmamento, resultaron ser vitales en el
desarrollo y evolución del Universo, y por ello, en nuestro relato. Auténticas
factorías químicas, fabricaban elementos más pesados a partir de otros más
ligeros mediante reacciones de fusión nuclear. No lo hacían por amor al arte,
sino para sobrevivir, pues la presión que ejercía la radiación luminosa
producto de las reacciones era lo único que se oponía a la implacable gravedad
y sostenía a la estrella en su sitio, salvándola de morir aplastada por su
propio peso.
Aunque, al final, morían. Todas morían. Unas, las más
pesadas, explotaban como supernova y expulsaban casi toda su corteza, rica en
elementos químicos pesados, al medio interestelar; otras, las más ligeras,
sufrían una muerte más lenta y placentera, que también enriquecía su entorno al
eyectar su corteza en una nube de gas de formas bellas y simetría ordenada
llamada nebulosa planetaria.
Nuevas estrellas se formaron a partir de los restos de
las viejas mientras el Universo se expandía y las galaxias se alejaban unas de
otras durante miles de millones de años; nubes enriquecidas por carbono,
nitrógeno, mercurio, hierro, plata, oro, uranio y otros elementos pesados que
antes no habían existido danzaron alrededor de las estrellas nacientes, se
enfriaron, y formaron planetas.
Y, en alguno de estos planetas, surgió vida.
Estructuras dotadas de un orden mayor incluso que el de las estrellas, capaces
de reproducirse y evolucionar para formar organismos cada vez más complejos.
Llegamos así al clímax de nuestra historia de cómo el
orden surgió del caos en un mundo carente de guión. La cadena de
acontecimientos azarosos que había marcado la historia del Universo permitió la
aparición de observadores capaces de preguntarse por sí mismos, por su papel en
el Universo del que formaban parte, por su origen y por su destino.
Observadores que fueron conscientes de su insignificancia e impotencia en un Universo
hostil al que nadie les había invitado. Me refiero, claro, a la vida
inteligente.
Su existencia no fue más que un parpadeo en la vida
del Universo, pero un parpadeo que merece ser contemplado a cámara lenta.
Observaron el firmamento, vieron alejarse a las galaxias y comprendieron que el
Universo había tenido un origen. Contemplaron el pasado cada vez más lejano a
medida que construían telescopios mayores y llegaron a atisbar la última
barrera, que llamaron Fondo Cósmico de Microondas, testigo residual de la época
en que se hizo la luz en el Universo. Así fue como desentrañaron el comienzo de
esta historia.
Se preguntaron entonces cuál sería el destino del
Universo. ¿Contendrían las galaxias la suficiente masa y estarían lo
suficientemente cerca unas de otras como para que la gravedad contrarrestara la
expansión? Si ocurriera eso, el Universo acabaría cerrándose de nuevo sobre sí
mismo y los laureles de la victoria serían para el orden, al volver a la
situación inicial. De lo contrario, la expansión se frenaría, pero no lo
suficiente: las galaxias continuarían alejándose eternamente, cada vez más
despacio, sin llegar a detenerse en ningún momento. Sería éste un Universo
parecido al actual, con islas de orden rodeadas por insalvables océanos de
vacío y caos.
Descubrieron, entonces, lo equivocados que estaban.
Las expansión, como observaron, se aceleraba... ¡había algo, que
llamaron energía oscura, que contribuía a hinchar el espacio-tiempo cada vez
más rápido!
Predijeron así un aciago final para el Universo, uno
que no dejaba resquicio alguno al orden. Poco conocían la energía oscura, pero,
de seguir comportándose de la misma manera en el futuro, llegaría un momento,
en los siguientes cien mil millones de años, en que la expansión del
espacio-tiempo sería más rápida que la luz. Las galaxias más lejanas irían poco
a poco desapareciendo de su firmamento, y luego las más cercanas, hasta que su
horizonte se redujera a su propia galaxia.
Los supervivientes de aquellas generaciones futuras,
de haberlos, ni siquiera podrían saber que una vez hubo un principio. Ni que su
final estaba muy próximo: la expansión acelerada del Universo terminaría por
vencer a las fuerzas que imponían un orden en la materia, y acabaría por
desgarrar las estrellas y los planetas primero, y las moléculas y los átomos
después, hasta acabar separando a los mismísimos quarks que constituían los
protones y los neutrones. El Universo sería, al final, una sopa fría, muerta y
abismal donde el orden jamás podría volver a surgir. El caos habría ganado la
partida para siempre. ¿O acaso...?
Por desgracia, este narrador ignora lo que ocurrió
realmente al final, ya que aún está por suceder. Pues colorín colorado, este
cuento aún no ha terminado.
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