POR QUÉ SALEN MAL LAS COSAS:
EL ENIGMA DEL UNIVERSO RESUELTO PARA SU COMODIDAD Y
CONVENIENCIA
Por Martin S. Kottmeyer
El
Universo está impregnado por la quintaesencia de la injusticia. A lo largo de
nuestras vidas, todos la hemos sufrido de alguna manera. El teléfono suena
cuando estás dándote un baño. El pan con mantequilla siempre cae boca abajo.
Todas las colas del supermercado se mueven más rápido que la tuya. Siempre
tenemos un calcetín desparejado. Cuerdas enmarañadas, llaves perdidas, facturas
incomprensibles, impresos del gobierno, problemas de una impredecible variedad
y complejidad nos agobian de forma incesante. ¿Qué hemos hecho para merecer
esto? ¿Por qué pasan estas cosas?
En
muchos sentidos, ésta es la pregunta más profunda de toda la filosofía.
Ciertamente es una cuestión que ha intrigado a todos los seres pensantes desde
la noche de los tiempos. Tales meditaciones se remontan y aparecen en las
religiones más primitivas. Retrocedamos lo suficiente en cada fe y
encontraremos una teoría elemental sobre por qué las cosas salen mal. Por lo
general están basadas en esa norma de la vida social que dice “cuando las cosas
salgan mal, échale la culpa a otro”. Cuando el hombre se enfrentó a algún apuro
primigenio sin tener a mano nadie a quien echarle la culpa, se la echó a
alguien que no podía ver. Así nacieron los espíritus, deidades y demás fuerzas
animistas, para representar este papel.
Considerando
la prolongada historia del problema y la necesidad ubicua de una solución,
resulta sorprendente que la ciencia apenas haya empezado a enfrentarse al
mismo. Sólo en las últimas décadas han aparecido libros que ofrecen lo que sus
autores consideran respuestas a por qué salen mal las cosas. La culpa es de la
Ley de Murphy.
Estas
obras han sido unos primeros pasos muy importantes hacia una solución.
Investigadores como Arthur Bloch, Paul Dickson, Harold Faber, John Gall y Thomas
Martin, C. Northcote Parkinson y Lawrence J. Peter han catalogado miles de
leyes que describen cómo las cosas salen mal. En algunas especialidades como la
burocracia, el análisis de sistemas y la incompetencia, se han conseguido
avances significativos para comprender el fenómeno. Pero, la gran pregunta ha
quedado soslayada. Lo mejor que ha podido ofrecerse para explicar por qué las
cosas salen mal es la Ley de Murphy. Ésta es, sin embargo, casi una tautología.
Las cosas van mal porque deben salir mal a la menor oportunidad. Yo pienso que
debe existir una explicación mejor.
Quizá
sí. Creo que la ciencia de la dinámica de la Ley de Murphy ha progresado hasta
el punto en que ahora ya es posible una teoría unificada. Como se dice
habitualmente, la clave para el avance de la ciencia es saber formular la
pregunta adecuada. En la cuestión de la injusticia del Universo, muchas
generaciones han formulado la misma pregunta. Pero no es “¿Quién tiene la culpa?” la pregunta que debería formularse. La
universalidad de la Ley de Murphy nos aporta el marco de referencia apropiado.
La pregunta correcta es: “¿Cómo
es que hemos acabado en un Cosmos tan enfollonado?”. Una vez formulada, se
hace evidente de forma automática la línea de investigación a seguir.
La
cosmología ha creado una forma de aproximarnos a nuestro Universo que ofrece
ciertas revelaciones sobre por qué las cosas tienden a ser de la forma que son.
Esta forma de teorizar ha llegado a ser conocida como el principio antrópico.
En esencia, declara que los rasgos básicos del Cosmos son como son porque si no
lo fuesen, el hombre no habría aparecido. Modifiquen un tantito las leyes
básicas del Universo, su tamaño, sus fuerzas, y acabaremos con uno sin nadie
dentro capaz de observar las diferencias. Nadie va a preguntarse por qué no
está allí. Los universos pequeños no duran lo suficiente como para que
evolucione la vida. Y los excesivamente grandes no pueden formar estrellas. En
muchos, nunca aparece la química (!).
Siendo
la Ley de Murphy una norma tan fundamental del Cosmos, resulta perfectamente
apropiado preguntarse si el principio antrópico puede ayudarnos a entender por
qué dicho principio otorga ese comportamiento a todas las cosas.
¿Pudiera
ser que aquellos universos donde nada va mal no dieran origen a los humanos, o
a otros observadores semejantes?
Un
análisis de la historia natural ha convencido rápidamente a este autor
inquisitivo de que ésa es efectivamente la situación.
La
propia creación del Universo comienza con una explosión llamada el Big Bang. Los
cosmólogos creen que esta violencia inmensa constituye un pre-requisito
esencial para la existencia de este Universo en su forma actual. Si la materia
que lo constituye hubiese emergido delicadamente del vacío cuántico, la
atracción entre las partículas las hubiese devuelto inmediatamente a todas al
vacío. De forma alternativa, si la materia se hubiese formado de forma aún más
inmediata, la difusión de las partículas hubiese impedido la formación de
estrellas y galaxias.
Una
vez hemos conseguido las estrellas, éstas deben, a su vez, ser capaces de
colapsarse. Durante la Gran Explosión sólo se crea el hidrógeno y el helio.
Todos los restantes elementos más pesados deben crearse mediante nucleosíntesis
y esto sólo ocurre cuando las estrellas se colapsan y funden los núcleos de
estos elementos más ligeros entre sí. Más explosiones. Además, los restos deben
chocar y acumularse hasta formar un sistema planetario. Sin todos estos
desastres, la bioquímica —la química de la vida— resultaría imposible.
A
continuación, se necesita un planeta que sea pastoso, pero también volcánico.
La química se vuelve complicada, luego más complicada, y aún sigue
complicándose hasta que aparece algo similar a una molécula larga y enroscada
con la desconcertante propiedad de dividirse en dos por sí sola. Hemos llegado
al ADN.
Cada
mitad debe entonces cometer el error de intentar auto-repararse, sin tener el
entrenamiento profesional adecuado. Este acto de copia es necesariamente
imperfecto, y ello resulta vital. Si las copias fuesen perfectas no existirían
variaciones en las formas que pudiese adoptar la vida. No tendría lugar la
evolución y el ADN no llegaría a ser nunca algo más que un compuesto químico
peculiar. Con el tiempo, el ADN desarrolla estructuras que reaccionan ante el
entorno. Empieza así el fenómeno de la irritación, que muchos biólogos
consideran como la característica definitoria de la vida.
Además
de las variaciones de forma, la evolución requiere el fenómeno de la
selección. Éste es el eufemismo que emplean los biólogos para referirse a
montones y montones de problemas. En su mayor parte, estos problemas toman la
forma de una competencia entre la obtención de comida y el no ser comido.
La
fuerza impulsora de todo este lío es la reproducción (en muchas especies, el
sexo). El crecimiento de la población prosigue hasta el momento en que el
entorno está sobreexplotado. En ocasiones, el entorno se deteriora por sí
mismo, llevándose por delante a una buena parte de la población. En cualquier
caso, las formas de vida que sobreviven poseen una serie de cualidades
especiales que son suyas por nacimiento, más que por esfuerzo. Este avance de
las formas de vida desemboca eventualmente en la creación de animales con
cerebros complejos capaces de observar y de darse cuenta de lo horribles que
son las cosas.
Si
la evolución funcionase sin selección, es cuestionable que hubiese llegado a
aparecer, sólo por mutaciones, algo más inteligente que un virus. Una evolución
impulsada por el esfuerzo en vida, como proponía Lamarck, podría haber
resultado en un mejor refinamiento de ciertos rasgos, pero resultaría incapaz
de enfrentarse a la utilidad inesperada de algunas ideas estúpidas. ¿Qué
especie, si hubiera tenido una idea general de nuestro comportamiento,
hubiese deseado convertirse en humana?
Los
problemas relacionados con la competencia pueden ser de por sí bastante malos,
pero algunos han sugerido que otros desastres tales como las hambrunas, las
colisiones de asteroides, y las glaciaciones pueden ser necesarios de tanto en
tanto para aniquilar las grandes poblaciones de algunas especies, liberando
nuevos nichos para otras formas de vida hasta entonces poco ambiciosas.
Específicamente, parece existir un consenso generalizado en que los mamíferos
hubiésemos seguido siendo poco más que unas diminutas especializaciones de no
ser por la extinción de los dinosaurios.
De
forma menos traumática, algunos animales —que se pierden en entornos para los
que no estaban originariamente adaptados— también pueden llevar a la generación
de nuevas especies. Es una cuestión abierta si, en el caso de que la creación
de nuevas especies fuese inhibida por una disminución en el número y
complejidad de los problemas, llegarían a aparecer los seres humanos sobre la
Tierra antes de que nuestro Sol devorara nuestro planeta durante su fase
inevitable de Gigante Roja.
En
resumen, la historia natural indica que para que en el Universo puedan aparecer
personas como usted y como yo, debe existir una tendencia general a que las
cosas exploten, se colapsen, se compliquen, se partan, se equivoquen,
irriten, sobreactúen, se estropeen y se pierdan. Un tremendo montón de cosas
tienen que salir mal con el Universo para conseguir crear al Hombre.
Quizá,
o quizá no, haya universos donde no exista la Ley de Murphy, pero en caso de
existir, podemos apostar con seguridad que no existirá nada semejante a los
humanos en ellos. Según la interpretación de la mecánica cuántica elaborada por
John Archibald Wheeler, existe la postura de que la ausencia de observadores en
un Universo significa que éste no existiría. Es la mera existencia de un
observador la que conduce a la existencia del Universo.
Parece
un concepto bastante místico, aunque ciertas autoridades de prestigio lo
respaldan. Cualquier persona dada a pautas estereotipadas de pensamiento podría
interpretar esto como si estuviésemos culpando de la injusticia de las cosas a
nosotros mismos. Sin embargo, ése no es el caso, ni mucho menos. Prefiero
transformarlo en lo que yo llamo el principio cósmico de Fetridge (en referencia
a la Ley de Fetridge, que plantea la importancia de la observación para que
ocurran las cosas equivocadas). Pero, no. Para que el Universo tenga lugar no
se necesita a alguien al que le puedan salir mal las cosas. En algún extraño
sentido, la realidad NO es una relación entre el observador y sus problemas.
Existe sin más, no le interesa si tú o yo no estamos para observarla.
Hemos
ofrecido así un boceto de una teoría unificada explicativa de esa quintaesencia
de la injusticia que representa el Universo. Por descontado, existen muchos
detalles que invitan a ser investigados. ¿Podrían los humanos haber aparecido
en un Cosmos sin el infame Problema de las Llaves Desaparecidas? Parece ser
que, para la creación de un Universo habitable, resultó esencial que durante el
Big Bang hubiese una cierta asimetría en la creación y desaparición de
partículas.
¿Se
relaciona el fenómeno de los hilos enmarañados con las complicaciones
necesarias en el comportamiento de las moléculas largas que llevaron al ADN?
¿Tienen los calcetines perdidos alguna relación mística con el problema
cosmológico de la “masa perdida” y el debate sobre el Universo abierto o
cerrado? Y, sobre todo, que alguien nos diga, ¿es realmente necesario para la
operativa del Cosmos que los teléfonos suenen cuando estamos en el baño?
No
obstante, éstos son apenas algunos flecos sueltos. Puede usted seguir con su
vida con una pregunta vital menos por la que preocuparse. Esta vez no merece la
pena enfadarse con dioses o demonios. El Universo fue injusto con usted y quizá
debería agradecérselo. ¿Enfadado? Bienvenido al grupo.
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