29 de enero de 2013

el caos: el orden del universo y la vida


POR QUÉ SALEN MAL LAS COSAS:
EL ENIGMA DEL UNIVERSO RESUELTO PARA SU COMODIDAD Y CONVENIENCIA

Por Martin S. Kottmeyer
 
El Universo está impregnado por la quintaesencia de la injusticia. A lo largo de nuestras vidas, todos la hemos sufrido de alguna manera. El teléfono suena cuando estás dándote un baño. El pan con mantequilla siempre cae boca abajo. Todas las colas del supermercado se mueven más rápido que la tuya. Siempre tenemos un calcetín desparejado. Cuerdas enmarañadas, llaves perdidas, facturas incomprensibles, impresos del gobierno, problemas de una impredecible variedad y complejidad nos agobian de forma incesante. ¿Qué hemos hecho para merecer esto? ¿Por qué pasan estas cosas?
 En muchos sentidos, ésta es la pregunta más profunda de toda la filosofía. Ciertamente es una cuestión que ha intrigado a todos los seres pensantes desde la noche de los tiempos. Tales meditaciones se remontan y aparecen en las religiones más primitivas. Retrocedamos lo suficiente en cada fe y encontraremos una teoría elemental sobre por qué las cosas salen mal. Por lo general están basadas en esa norma de la vida social que dice “cuando las cosas salgan mal, échale la culpa a otro”. Cuando el hombre se enfrentó a algún apuro primigenio sin tener a mano nadie a quien echarle la culpa, se la echó a alguien que no podía ver. Así nacieron los espíritus, deidades y demás fuerzas animistas, para representar este papel.
 Considerando la prolongada historia del problema y la necesidad ubicua de una solución, resulta sorprendente que la ciencia apenas haya empezado a enfrentarse al mismo. Sólo en las últimas décadas han aparecido libros que ofrecen lo que sus autores consideran respuestas a por qué salen mal las cosas. La culpa es de la Ley de Murphy.
 Estas obras han sido unos primeros pasos muy importantes hacia una solución. Investigadores como Arthur Bloch, Paul Dickson, Harold Faber, John Gall y Thomas Martin, C. Northcote Parkinson y Lawrence J. Peter han catalogado miles de leyes que describen cómo las cosas salen mal. En algunas especialidades como la burocracia, el análisis de sistemas y la incompetencia, se han conseguido avances significativos para comprender el fenómeno. Pero, la gran pregunta ha quedado soslayada. Lo mejor que ha podido ofrecerse para explicar por qué las cosas salen mal es la Ley de Murphy. Ésta es, sin embargo, casi una tautología. Las cosas van mal porque deben salir mal a la menor oportunidad. Yo pienso que debe existir una explicación mejor.
 Quizá sí. Creo que la ciencia de la dinámica de la Ley de Murphy ha progresado hasta el punto en que ahora ya es posible una teoría unificada. Como se dice habitualmente, la clave para el avance de la ciencia es saber formular la pregunta adecuada. En la cuestión de la injusticia del Universo, muchas generaciones han formulado la misma pregunta. Pero no es “¿Quién tiene la culpa?” la pregunta que debería formularse. La universalidad de la Ley de Murphy nos aporta el marco de referencia apropiado. La pregunta correcta es: “¿Cómo es que hemos acabado en un Cosmos tan enfollonado?”. Una vez formulada, se hace evidente de forma automática la línea de investigación a seguir.
 La cosmología ha creado una forma de aproximarnos a nuestro Universo que ofrece ciertas revelaciones sobre por qué las cosas tienden a ser de la forma que son. Esta forma de teorizar ha llegado a ser conocida como el principio antrópico. En esencia, declara que los rasgos básicos del Cosmos son como son porque si no lo fuesen, el hombre no habría aparecido. Modifiquen un tantito las leyes básicas del Universo, su tamaño, sus fuerzas, y acabaremos con uno sin nadie dentro capaz de observar las diferencias. Nadie va a preguntarse por qué no está allí. Los universos pequeños no duran lo suficiente como para que evolucione la vida. Y los excesivamente grandes no pueden formar estrellas. En muchos, nunca aparece la química (!).
 Siendo la Ley de Murphy una norma tan fundamental del Cosmos, resulta perfectamente apropiado preguntarse si el principio antrópico puede ayudarnos a entender por qué dicho principio otorga ese comportamiento a todas las cosas.
 ¿Pudiera ser que aquellos universos donde nada va mal no dieran origen a los humanos, o a otros observadores semejantes?
 Un análisis de la historia natural ha convencido rápidamente a este autor inquisitivo de que ésa es efectivamente la situación.
 La propia creación del Universo comienza con una explosión llamada el Big Bang. Los cosmólogos creen que esta violencia inmensa constituye un pre-requisito esencial para la existencia de este Universo en su forma actual. Si la materia que lo constituye hubiese emergido delicadamente del vacío cuántico, la atracción entre las partículas las hubiese devuelto inmediatamente a todas al vacío. De forma alternativa, si la materia se hubiese formado de forma aún más inmediata, la difusión de las partículas hubiese impedido la formación de estrellas y galaxias.
 Una vez hemos conseguido las estrellas, éstas deben, a su vez, ser capaces de colapsarse. Durante la Gran Explosión sólo se crea el hidrógeno y el helio. Todos los restantes elementos más pesados deben crearse mediante nucleosíntesis y esto sólo ocurre cuando las estrellas se colapsan y funden los núcleos de estos elementos más ligeros entre sí. Más explosiones. Además, los restos deben chocar y acumularse hasta formar un sistema planetario. Sin todos estos desastres, la bioquímica —la química de la vida— resultaría imposible.
 A continuación, se necesita un planeta que sea pastoso, pero también volcánico. La química se vuelve complicada, luego más complicada, y aún sigue complicándose hasta que aparece algo similar a una molécula larga y enroscada con la desconcertante propiedad de dividirse en dos por sí sola. Hemos llegado al ADN.
 Cada mitad debe entonces cometer el error de intentar auto-repararse, sin tener el entrenamiento profesional adecuado. Este acto de copia es necesariamente imperfecto, y ello resulta vital. Si las copias fuesen perfectas no existirían variaciones en las formas que pudiese adoptar la vida. No tendría lugar la evolución y el ADN no llegaría a ser nunca algo más que un compuesto químico peculiar. Con el tiempo, el ADN desarrolla estructuras que reaccionan ante el entorno. Empieza así el fenómeno de la irritación, que muchos biólogos consideran como la característica definitoria de la vida.
 Además de las variaciones de forma, la evolución requiere el fenómeno de la  selección. Éste es el eufemismo que emplean los biólogos para referirse a montones y montones de problemas. En su mayor parte, estos problemas toman la forma de una competencia entre la obtención de comida y el no ser comido.
 La fuerza impulsora de todo este lío es la reproducción (en muchas especies, el sexo). El crecimiento de la población prosigue hasta el momento en que el entorno está sobreexplotado. En ocasiones, el entorno se deteriora por sí mismo, llevándose por delante a una buena parte de la población. En cualquier caso, las formas de vida que sobreviven poseen una serie de cualidades especiales que son suyas por nacimiento, más que por esfuerzo. Este avance de las formas de vida desemboca eventualmente en la creación de animales con cerebros complejos capaces de observar y de darse cuenta de lo horribles que son las cosas.
 Si la evolución funcionase sin selección, es cuestionable que hubiese llegado a aparecer, sólo por mutaciones, algo más inteligente que un virus. Una evolución impulsada por el esfuerzo en vida, como proponía Lamarck, podría haber resultado en un mejor refinamiento de ciertos rasgos, pero resultaría incapaz de enfrentarse a la utilidad inesperada de algunas ideas estúpidas. ¿Qué especie, si hubiera tenido una idea general de nuestro comportamiento, hubiese  deseado convertirse en humana?
 Los problemas relacionados con la competencia pueden ser de por sí bastante malos, pero algunos han sugerido que otros desastres tales como las hambrunas, las colisiones de asteroides, y las glaciaciones pueden ser necesarios de tanto en tanto para aniquilar las grandes poblaciones de algunas especies, liberando nuevos nichos para otras formas de vida hasta entonces poco ambiciosas. Específicamente, parece existir un consenso generalizado en que los mamíferos hubiésemos seguido siendo poco más que unas diminutas especializaciones de no ser por la extinción de los dinosaurios.
 De forma menos traumática, algunos animales —que se pierden en entornos para los que no estaban originariamente adaptados— también pueden llevar a la generación de nuevas especies. Es una cuestión abierta si, en el caso de que la creación de nuevas especies fuese inhibida por una disminución en el número y complejidad de los problemas, llegarían a aparecer los seres humanos sobre la Tierra antes de que nuestro Sol devorara nuestro planeta durante su fase inevitable de Gigante Roja.
 En resumen, la historia natural indica que para que en el Universo puedan aparecer personas como usted y como yo, debe existir una tendencia general a que las cosas exploten, se colapsen,  se compliquen, se partan, se equivoquen, irriten, sobreactúen, se estropeen y se pierdan. Un tremendo montón de cosas tienen que salir mal con el Universo para conseguir crear al Hombre.
 Quizá, o quizá no, haya universos donde no exista la Ley de Murphy, pero en caso de existir, podemos apostar con seguridad que no existirá nada semejante a los humanos en ellos. Según la interpretación de la mecánica cuántica elaborada por John Archibald Wheeler, existe la postura de que la ausencia de observadores en un Universo significa que éste no existiría. Es la mera existencia de un observador la que conduce a la existencia del Universo.
 Parece un concepto bastante místico, aunque ciertas autoridades de prestigio lo respaldan. Cualquier persona dada a pautas estereotipadas de pensamiento podría interpretar esto como si estuviésemos culpando de la injusticia de las cosas a nosotros mismos. Sin embargo, ése no es el caso, ni mucho menos. Prefiero transformarlo en lo que yo llamo el principio cósmico de Fetridge (en referencia a la Ley de Fetridge, que plantea la importancia de la observación para que ocurran las cosas equivocadas). Pero, no. Para que el Universo tenga lugar no se necesita a alguien al que le puedan salir mal las cosas. En algún extraño sentido, la realidad NO es una relación entre el observador y sus problemas. Existe sin más, no le interesa si tú o yo no estamos para observarla.
 Hemos ofrecido así un boceto de una teoría unificada explicativa de esa quintaesencia de la injusticia que representa el Universo. Por descontado, existen muchos detalles que invitan a ser investigados. ¿Podrían los humanos haber aparecido en un Cosmos sin el infame Problema de las Llaves Desaparecidas? Parece ser que, para la creación de un Universo habitable, resultó esencial que durante el Big Bang hubiese una cierta asimetría en la creación y desaparición de partículas.
 ¿Se relaciona el fenómeno de los hilos enmarañados con las complicaciones necesarias en el comportamiento de las moléculas largas que llevaron al ADN? ¿Tienen los calcetines perdidos alguna relación mística con el problema cosmológico de la “masa perdida” y el debate sobre el Universo abierto o cerrado? Y, sobre todo, que alguien nos diga, ¿es realmente necesario para la operativa del Cosmos que los teléfonos suenen cuando estamos en el baño?
 No obstante, éstos son apenas algunos flecos sueltos. Puede usted seguir con su vida con una pregunta vital menos por la que preocuparse. Esta vez no merece la pena enfadarse con dioses o demonios. El Universo fue injusto con usted y quizá debería agradecérselo. ¿Enfadado? Bienvenido al grupo.


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