POSMODERNISMO Y ETNOCIENCIA
Por Klaus Ziegler
Los proponentes del relativismo radical insisten en que
la "verdad" es un constructo social que solo existe desde una
perspectiva cultural particular UyC
Si toda tentativa
epistémica debe abandonar cualquier pretensión de objetividad, entonces sería
razonable rechazar la enseñanza tradicional de las matemáticas y las ciencias
naturales. En su lugar, como han sugerido algunos posmodernos, la educación
científica debería reemplazarse por un nuevo currículo concebido en relación al
“campo perceptual” de cada sujeto; en otras palabras, por una suma de
“etnociencias” en correspondencia con los distintos contextos culturales o
étnicos.
La propuesta
descansa en una filosofía dominante en los círculos académicos e intelectuales
durante las últimas dos décadas y cuya nefasta influencia parece desbordar el
terreno de las humanidades. Según esta doctrina, la adopción de una teoría
científica se explicaría como un puro fenómeno sociológico, independiente de su
consistencia lógica o del peso probatorio que pudiese aportar la evidencia
empírica. Para esta escuela cualquier forma de conocimiento es igualmente
válida: “todo vale” –una afirmación que se refuta a sí misma– es la única regla
lógica aceptable, como llegara a afirmar Paul Feyerabend, uno de los mayores
gurúes del movimiento posmoderno.
Dentro de esta
corriente de pensamiento sería un sinsentido afirmar, por ejemplo, que el
faraón Ramsés II murió de tuberculosis, pues el bacilo que causa esta
enfermedad solo comenzó a existir después de que Pasteur y Robert Koch
inventaran la “narrativa” de las enfermedades infecciosas y los microorganismos
a finales del siglo XIX. Desde esta perspectiva, el legado griego, su
ciencia y su geometría, así como el conjunto de conocimientos derivados del
método científico, harían parte de un consenso cultural propio de occidente y
no tendrían por qué constituir una forma privilegiada de conocimiento. En
consecuencia, sería un abuso imponer su enseñanza por encima de otras formas
alternativas de “verdad”, digamos, por encima de los mitos propios de cada
cultura o de aquellas “verdades” reveladas en libros sagrados.
Afirmar, por
ejemplo, que la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a 180
grados sería una proposición valida en occidente pero no tendría por qué serlo
para un individuo por fuera de nuestra cultura. Tienen razón, sin embargo,
quienes afirman que la validez de este teorema depende de un consenso, en este
caso, de un acuerdo sobre lo que significan los conceptos geométricos
fundamentales: recta, ángulo, triángulo… Y es una obviedad que la proposición
carece de sentido –como ocurre con cualquier proposición– mientras que estos
conceptos no sean precisados de antemano.
A manera de ejemplo,
si por “triángulo” se entiende la figura formada por tres círculos máximos en
una esfera, entonces la suma de los ángulos interiores ya no sería 180 sino que
tomaría un valor mayor. Pero es una confusión elemental creer que por ello la
veracidad o falsedad de esta proposición depende del contexto social, pues en
realidad se están afirmando dos cosas distintas y el malentendido se origina al
referirnos con la misma palabra, “triángulo”, a dos conceptos distintos
(triángulo plano y triángulo esférico).
Un posmoderno
tendría que explicarnos por qué no se necesita haber vivido en la Grecia
antigua para comprender el teorema de Pitágoras. Y por qué este teorema puede
ser “redescubierto” siglos más tarde por un aborigen australiano, un indígena
arhuaco o por un chino. Y deberá revelarnos en qué remota sociedad de este
planeta o en qué rincón de la galaxia se sabe de triángulos rectángulos
euclidianos en los que la suma de los cuadrados de los catetos difiere del
cuadrado de la hipotenusa.
La regla del “todo
vale”, además de haber fomentado la más patética mediocridad intelectual,
especialmente entre algunos humanistas, puede llegar a convertirse en un
peligroso instrumento de segregación. El relativismo radical no es del todo
estéril: contribuye a propiciar una política irresponsable y discriminatoria en
contra de los grupos étnicos más vulnerables, que verían negado su acceso al
desarrollo tecnológico y a una sólida educación científica.
La ciencia, en mayor
medida que cualquier otro producto del intelecto humano, ha contribuido a
disminuir el sufrimiento y a mejorar la calidad de vida. Esta manera única de
conocer y transformar el mundo es un legado invaluable de la Ilustración, y su
rechazo sistemático, una de las características más ostensibles de la escuela
posmoderna francesa, a la que Mario Bunge llamó, con razón, “los mayores
exportadores de basura intelectual del mundo”.
Tomado
de El Espectador, 1 de agosto de 2010
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