Capítulos primero y segundo del libro La
Parapsicología ¡vaya timo! de Carlos J. Álvarez
(PRIMER
CAPÍTULO)
Las
ciencias del cerebro y la conducta
Quiero
comenzar afirmando que soy un enamorado del conocimiento de lo que somos y, por
tanto, de la investigación sobre la mente y el cerebro humanos. Quienes tienen
inquietudes similares a las mías se encuentran en un momento apasionante.
Dicen algunos
que si el siglo XX fue el siglo de los grandes avances en genética, el siglo
XXI será el siglo del cerebro. En ese sentido, me resulta muy gratificante
asistir al proceso que estamos ya viviendo y colaborar en él en la medida de
mis posibilidades. En otras ocasiones he bosquejado un resumen de esa excitante
aventura que ha sido la historia de la psicología. Gracias al esfuerzo de
numerosos científicos y pensadores, han pasado muchas cosas desde finales del
siglo XIX.
En aquel
momento, psicofísicos como Fechner lograron, quizá por primera vez, medir
objetivamente una cualidad mental, algo que ciertos filósofos, por ejemplo
Descartes, habían considerado tal vez imposible. Establecieron leyes
matemáticas que demostraban relaciones precisas entre magnitudes físicas (luz,
peso, sonido, etc.) y las sensaciones experimentadas por una persona. Más
tarde, Wundt dio nombre a la psicología, la fundó como nueva ciencia, y
estableció el primer laboratorio de psicología en la Universidad de Leipzig,
Alemania, en 1879. A partir de ese momento se sucedieron los hallazgos
científicos sobre la mente y se amplió el número de temas de estudio. Mientras
la psicología experimental se encargaba de estudiar en laboratorio aquellos
procesos comunes a todo ser humano, en el mundo anglosajón se desarrollaba la
metodología observacional o correlacional. Se comenzaron a medir las
diferencias individuales y capacidades como la inteligencia o la personalidad.
Personajes como Galton, Pearson, Cattell o Binet desarrollaron el concepto de
correlación estadística y la metodología de medida basada en tests. A
principios del siglo XX surgió la escuela conductista, influida por el estudio
de los reflejos de investigadores rusos como Pávlov y por la filosofía
positivista. Empeñados en hacer de la psicología una ciencia natural,
eliminaron la mente como objeto de estudio y se centraron en la conducta
observable y mensurable, así como en los estímulos externos que la determinan.
A mediados del
siglo XX, la ciencia psicológica recuperó la mente como tema legítimo de
estudio, en parte gracias a la aparición de los ordenadores. Te preguntarás,
con razón, qué tienen que ver los ordenadores con la psicología... Pues resulta
que estos trastos hacen algo parecido a lo que hace nuestro cerebro: realizan
operaciones de cómputo, procesan información. ¿Crees que un programa
informático tiene algo de misterioso? ¿Verdad que no? Si un programador
informático puede diseñar un programa que realice conductas inteligentes, como
jugar al ajedrez o solucionar complejos problemas matemáticos, ¿por qué no
tratar los procesos mentales como procesos de cómputo? Esto hizo la ciencia
cognitiva con notable éxito: ahora teníamos un nuevo lenguaje para hablar de la
mente.
La ciencia
cognitiva no nace sólo debido a la crisis del conductismo sino que en su
gestación colaboran disciplinas tan dispares como la ingeniería de
telecomunicaciones, las matemáticas, las neurociencias o la lingüística. La
psicología cognitiva vuelve de este modo a estudiar los procesos mentales y
hereda del conductismo el interés por la experimentación de laboratorio y la
medición objetiva de las conductas. Se podía estudiar la mente, pero sólo a
través de lo que se podía medir: los comportamientos observables. La relación
entre mente y cerebro era equivalente a la de software (programas) y hardware
(máquina) en los ordenadores. De la misma forma que un programador podía
estudiar y elaborar programas informáticos sin preocuparse por la máquina, un
psicólogo cognitivo podía estudiar los procesos mentales sin atender a su
sustrato físico.
Sin embargo,
algo está cambiando actualmente. Casi podría afirmar que ya ha cambiado. Gracias
a la mayor accesibilidad a técnicas que permiten registrar directamente la
actividad cerebral, entre otros factores, cada vez es más frecuente encontrar
investigaciones cognitivas en las que se registra la actividad eléctrica
mediante electrodos (electrofisiología) o se emplean técnicas de neuroimagen
funcional, como la resonancia magnética (fMRI) o la tomografía por emisión de
positrones (TEP). Estas técnicas permiten obtener una medida directa de la
actividad cerebral que se produce cuando un sujeto realiza una tarea cognitiva
que se está investigando.
Mientras las
neurociencias han tenido que aproximarse a las distinciones de procesos y estructuras
mentales de la psicología cognitiva, así como a sus diseños y metodología
experimental, la psicología ha aprovechado los conocimientos y avances
metodológicos de las neurociencias. Por ello, se habla hoy de neurociencia
cognitiva. Lo que está ocurriendo es realmente apasionante: la frontera entre
la psicología —que mide conductas y estudia procesos mentales— y las
neurociencias —que estudian el cerebro— se diluye cada vez más.
Esa
increíble máquina llamada cerebro
Sería
imposible resumirte aquí la cantidad ingente de cosas que se han descubierto
durante esa pequeña historia de la psicología que te acabo de contar. Una cosa
sí es cierta, y tal vez te sorprenda: los poderes mentales existen. Esa máquina
biológica que llamamos cerebro hace cosas increíbles y me gustaría contarte
algo sobre lo que sabemos hasta el momento de su funcionamiento y estructura.
De forma
general, y sin entrar en debates filosóficos, podría decirse que cuando
hablamos de mente o de procesos mentales estamos hablando de aquellas cosas que
hace o produce el cerebro. Para empezar, me gustaría contarte que el cerebro no
aparece de la nada ni nos lo regaló algún ente tal como es hoy día: por el
contrario, es el fruto de millones de años de evolución, de pequeños cambios a
partir de otros cerebros “más pequeños” y menos complejos.
Si ves un
cerebro real, o una foto del mismo, llama la atención a simple vista que es muy
arrugado. Esa parte visible y rugosa, la corteza cerebral, es la zona más
moderna o evolucionada del cerebro. Pero aunque es la más visible, no es la
única. Hay estructuras más antiguas —anteriores en la evolución— que se
encuentran por debajo y en la región interna de la corteza, con funciones
especializadas y vitales. Por ejemplo, el tronco cerebral, que empieza en la
médula espinal y tiene funciones automáticas relacionadas con la supervivencia,
como controlar la respiración. Por encima del tronco se encuentra el tálamo,
una especie de central controladora de los impulsos nerviosos que llegan desde
los sentidos para luego redireccionarlos a otras partes del cerebro. Detrás del
tronco observamos otra estructura: el cerebelo, que tiene que ver con el
control de nuestros movimientos y con el equilibrio. Entre el tronco y la
corteza se halla el sistema límbico, un conjunto de áreas que intervienen en
pulsiones como el sexo o el hambre y también en las emociones (¡aquí están las
emociones, y no en el corazón!)
Una de esas
estructuras es la amígdala, de la que hablaré más adelante.
Volviendo a la
corteza cerebral, si nos fijamos bien, los surcos que recorren dicha corteza son
como pequeñas fronteras que demarcan distintas partes. Así, por ejemplo,
podemos observar un surco profundo que va desde atrás hacia adelante y que
“parte” el cerebro en dos: los llamados hemisferios. Además, otros surcos en
cada hemisferio separan los llamados lóbulos (frontal, parietal, occipital,
temporal, etc.). Pues bien, esas distintas zonas del cerebro tienen también
diferentes funciones y están especializadas en determinados procesos mentales.
Por ejemplo, hay zonas especializadas en procesar lo que entra por nuestros
sentidos (gusto, olfato, vista, oído, tacto). La información que reciben
nuestros sentidos consiste en distintos tipos de energía física, por decirlo de
algún modo: luz en el caso de la vista, sonidos en el caso del oído...
Esa información
la traducen nuestros órganos sensoriales a energía
electroquímica, la cual viaja desde esos órganos receptores (los ojos, los
oídos...) a través de unos canales (los nervios), pasando por el tálamo, hasta
zonas de la corteza que entienden o elaboran esa información, la
comparan con información que tenemos almacenada, la integran con otra, etc.
Esos procesos de integración o elaboración de la información, aunque son muy
rápidos, implican muchas operaciones, tanto desde el punto de vista químico como
computacional.
Otras
estructuras del cerebro están especializadas en la “salida” de
información: la producción de una respuesta o conducta (hablar, mover un
músculo, tomar una decisión...)
Cuando se mira
un cerebro parece un todo unitario, pero lo cierto es que, si se analiza
detenidamente —con un microscopio, por ejemplo—, te darás cuenta de que todo el
tejido cerebral está formado por pequeñas estructuras: unas células llamadas
neuronas.
Aunque no son
las únicas, son las células más importantes de nuestros cerebros. Para que te
hagas una idea, el cerebro está formado por más de 100000 millones de neuronas.
Estas células tienen una especie de ramitas que les permiten conectarse con
otras muchas neuronas. Gracias a esos anclajes (dendritas y axones), las
neuronas pueden comunicarse y transmitir impulsos a través de
procesos de intercambio. De la misma forma que una batería de coche genera
electricidad a partir de reacciones químicas, el impulso eléctrico que surge de
la comunicación entre neuronas se debe a procesos químicos.
Los
verdaderos poderes mentales
Estos procesos
neuronales, esencialmente químicos y eléctricos, son el origen de lo que
llamamos procesos cognitivos, es decir, la mente. Ya sé que cuesta creer
que el odio, el amor o el pensamiento se reducen a la actividad de las
neuronas, pero así es, sin ninguna duda. Sin el cerebro, nosotros no seríamos
nosotros. Sin esa máquina y toda su imparable actividad eléctrica y química, no
podríamos sentir, ni hablar, ni soñar, ni oír, ni recordar, ni pensar, ni
prestar atención, ni enfadarnos, ni enamorarnos… Sí, aunque digamos que ésas
son “cosas del corazón”, todo pasa dentro de nuestras cabezas.
¿No te parece
que todas esas cosas son ya muchas como para que, además, el cerebro tenga
otrospoderes? ¿No será pedirle demasiado a nuestro órgano más
importante? ¿No es suficiente todo lo que hace la “glándula que segrega
conductas”? Personalmente, esos poderes que conocemos, y que usamos cada
segundo de nuestras vidas, son los que realmente me sorprenden y me interesan.
Su enorme
complejidad ha llevado a miles de científicos a interesarse en ellos y trabajar
para entenderlos un poco mejor. Como decía más atrás, los poderes mentales sí
existen. Voy a contar algo sobre alguno de ellos.
Pensemos en el
lenguaje. Si abrimos un manual de psicolingüística para estudiantes, o
sencillamente un manual de introducción a la psicología, o un libro de
divulgación (todavía más sencillo, y los hay muy buenos), nos daremos cuenta
enseguida de un hecho. Hay cosas que hacemos a diario, sin esforzarnos, de
forma automática, muy rápidamente, y que hacemos bastante bien. Una de ellas es
hablar y entender el lenguaje. Sin embargo, cuando uno se acerca a analizar
esta habilidad, como hace un científico, se hace patente que lo que parecía tan
sencillo no lo es en absoluto: se trata realmente de una actividad muy
compleja.
Por ejemplo,
para comprender un mensaje hablado tenemos que convertir una señal física
sonora que llega a nuestro oído en unidades con significado. En ese momento
empiezan ya los problemas. Cuando visualizamos en un ordenador, por ejemplo, la
onda sonora correspondiente a una frase, vemos que no existen fronteras físicas
que marquen los límites entre palabras o sintagmas. No hablamos separando cada
palabra. La cosa es todavía más complicada porque en la onda sonora no existen
componentes que se correspondan, uno a uno, a los fonemas del lenguaje. Por
ejemplo, el sonido de una L es físicamente distinto en LA y en LO. Por tanto,
nuestro cerebro se enfrenta a una dura labor: tiene que procesar unidades
lingüísticas a partir de una onda sonora que no le da pistas en absoluto.
Todavía hoy sigue debatiéndose cómo lo hacemos, a pesar de ser una tarea que
realiza perfectamente un niño de dos años. A partir de ese paso preliminar, no
puedes imaginar la cantidad de operaciones que efectúa nuestro cerebro para
comprender una frase o un mensaje, y que ha descubierto la psicolingüística,
especialidad de la psicología cognitiva: segmentar las palabras en sílabas,
acceder a la forma completa de las palabras y luego a su significado,
ensamblarlas en sintagmas y, una vez hecho esto, en frases. Pero, ¡qué
curioso!, se ha comprobado (aunque es tema de debate) que existen procesos
mentales de tipo sintáctico, gramatical, que operan de forma independiente y
por distintas estructuras cerebrales que los procesos que tienen que ver con el
significado.
¿No es todo
esto alucinante?
Imagina lo complejo que es que, a pesar de los grandes avances en informática e
inteligencia artificial, no hay un solo ordenador que sea tan eficiente y rápido
procesando el lenguaje como el cerebro de un niño de dos años.
Otro de
nuestros grandes poderes es la memoria. No existe mecanismo de almacenamiento
de información ni disco duro en la Tierra que supere a la memoria humana.
Aunque solemos hablar de memoria, en singular, la psicología hace tiempo que
demostró que no existe la memoria sino las memorias. ¿No te llama la
atención que, por un lado, te den un número de teléfono y, si no haces un
esfuerzo especial, lo olvides casi al instante y, por otro, no se conozca
límites a la capacidad de la memoria y sigas almacenando recuerdos hasta el fin
de tus días? ¿No resulta sorprendente esa fragilidad y pobreza junto a ese
enorme poder de almacenamiento?
Pues bien, la
ciencia ha demostrado que esto se debe a que existe un almacén denominado
memoria a corto plazo, que retiene poca información durante escasos segundos, y
otro, llamado memoria a largo plazo, que no tiene límites de capacidad y sus
contenidos duran por siempre. ¿Te das cuenta de que en un caso de amnesia sólo
se pierde una parte de la memoria, la relativa a las vivencias cotidianas? El
amnésico típico sigue hablando, lo cual indica que su memoria de conceptos,
reglas lingüísticas, conocimiento del mundo, etc., siguen intactos. También
esto tiene su explicación.
Esa memoria a
largo plazo se divide, a su vez, en dos submemorias: la episódica y la
semántica, con sustratos neuronales distintos. Esta fascinante complejidad de
los procesos mentales, que he tratado de ilustrar muy resumidamente con estos
dos ejemplos, puedes aplicarla a cualquier otra función cerebral, como los
procesos de sensación y percepción, el pensamiento y el razonamiento, las
emociones, la atención, el formato de las representaciones mentales, los
mecanismos de aprendizaje... No sé qué opinarás, pero, ante el sofisticado
funcionamiento de nuestro cerebro, ¿no son estos procesos los verdaderos
poderes mentales? Más adelante comprobaremos cómo estos poderes reales, estos
mecanismos mentales que sabemos que existen y que conocemos cada vez mejor
gracias a la ciencia, son precisamente los que explican muchos de los supuestos
fenómenos paranormales.
Para terminar
este capítulo, me gustaría adelantarte aquí mi humilde opinión: el ser humano
es ya suficientemente apasionante, complejo y poderoso como para buscar otras
capacidades o habilidades de dudosa existencia. Pero ha llegado ya el momento
de que nos ocupemos de esas dudosas capacidades.
(CAPÍTULO
SEGUNDO)
Cuando oyes
hablar en la tele de poderes mentales, seguro que no se están refiriendo al
maravilloso funcionamiento de nuestra memoria, a cómo producimos el lenguaje, a
los mecanismos de percepción visual o auditiva, o a nuestros procesos de
razonamiento y toma de decisiones, todos ellos objetos típicos de estudio de la
psicología científica. No, ¡qué va!, lo normal es que se hable de palabrejas como
percepción extrasensorial, precognición, telepatía, psicoquinesia,
premoniciones, telequinesia, clarividencia, viajes astrales…
¡Ésos son para
ellos los poderes mentales!
Y precisamente sobre esos supuestos poderes trataré en este libro. ¿Quién no ha
oído hablar de personas que mueven objetos con la mente, leen el pensamiento de
otros, son capaces de ver cosas que ocurren a cientos de kilómetros o sucesos
que ocurrirán en el futuro, y pueden realizar excursiones mientras su cuerpo se
halla en un estado similar al del sueño? La pregunta crucial es: ¿qué hay de
cierto en todo ello? Esa máquina maravillosa, algunas de cuyas capacidades he
expuesto en el capítulo anterior, ¿puede hacer todo eso?
Los
otros poderes mentales
Antes de
entrar en materia, me gustaría plantearte algunas preguntas que deberían
hacernos pensar un poco. Algunas son preguntas cuya respuesta está en la misma
pregunta. Otras intentaré contestarlas lo mejor que pueda. Y otras más son
preguntas que todos deberíamos hacernos cuando alguien nos cuenta algo sobre
algún tipo de capacidad
paranormal.
Todo ser humano tiene el mismo tipo de funciones
mentales
Tus mecanismos
para percibir el mundo que nos rodea —los tuyos y los de cualquier otro lector—
funcionan como los míos; la forma que tienes de procesar las palabras es
esencialmente igual a la mía; tus estructuras de memoria (por ejemplo, la
memoria de trabajo, la memoria sensorial o la MLP) las tengo yo también.
Y también los
indios del Amazonas. Por supuesto, no me refiero a los contenidos de la memoria
de cada cual, que dependen de lo que una persona haya vivido o aprendido, sino
de las estructuras y procesos mentales y cerebrales. Somos asimismo conscientes
de que hay personas que tienen una memoria increíble o son más inteligentes que
otras. Pero eso no implica propiedades esenciales distintas: la diferencia es
de cantidad y no depende de que tengan otras capacidades. Todos
pertenecemos a la misma especie y tenemos un cerebro esencialmente igual.
Entonces, ¿por qué ciertos personajes dicen tener capacidades no mejores sino
diferentes, que sólo poseen ellos, como la telepatía o la telequinesia, y nosotros
no? ¿No es sospechoso? Eso va en contra de todo lo que conocemos tanto del
cuerpo como de la mente humana.
Si tenemos el
cerebro que tenemos y las funciones que éste realiza —es decir, los procesos
mentales conocidos— es porque en algún momento de nuestra evolución como
especie fueron útiles para nuestra supervivencia. Si en algún momento de
nuestra historia, como ha argumentado ya algún pseudocientífico, hubo personas
con capacidades paranormales, como percibir sin los sentidos, transmitir el
pensamiento sin el lenguaje o mover objetos con la mente, ¿por qué no han
pervivido esas capacidades? ¿No sería mucho más útil, eficaz, adaptativo y
sencillo comunicarnos con la mente sin gastar energía y saliva, o mover objetos
sin tener que hacer un gasto innecesario de energía, es decir, sin usar un
músculo?
Suele
argumentarse también que se nace con esos poderes psíquicos, que son genéticos.
Entonces, ¿por qué nunca se transmiten a los descendientes?
Miles de
personas afirman tener algún tipo de poder extraordinario, como hablar con
los muertos o ver el futuro... Muchos viven precisamente de escribir libros,
realizar programas de televisión, formar sectas con adeptos crédulos que les
creen a pie juntillas o vendernos sus extrañas ideas en miles de formas. Si tan
convencidos están, ¿por qué no se someten a comprobaciones científicas
concluyentes? ¿Por qué no demuestran sus poderes a través de procedimientos controlados
y donde no puedan producirse sencillos trucos de ilusionista o fraudes? ¿Por
qué suelen huir cuando se les reta a que lo demuestren? Parafraseando a Carl
Sagan, ¿por qué todo fenómeno paranormal desaparece —o no se produce— cuando
hay un escéptico delante? James Randi, famoso ilusionista norteamericano, ha
dedicado gran parte de su vida a poner a prueba y desenmascarar innumerables
fraudes relacionados con el mundo de lo paranormal, como también lo hizo el famoso
escapista Houdini en el siglo XIX y principios del XX. Randi se ha convertido
en un famoso divulgador de la ciencia, la racionalidad, el pensamiento crítico
y el escepticismo mediante una fundación educativa creada por él mismo. En la
década de 1960 ofreció 1000 dólares de su bolsillo a la primera persona que
ofreciera pruebas objetivas de cualquier fenómeno paranormal, como había hecho
en los años 20 la revista Scientific
American. Con el tiempo y muchas otras aportaciones, el premio del Reto
Randi ha aumentado a 1000000 de dólares. No se pide demasiado: sólo hay que
probar cualquier capacidad o poder de tipo oculto o
paranormal en las mismas condiciones de cualquier otro experimento científico en
psicología, con los controles adecuados y en las condiciones pertinentes de
observación, para que no pueda haber lugar a trampas. Además, para asegurar la
legalidad y objetividad de la prueba, esa fundación no participa en el proceso
de comprobación, y los procedimientos son pactados entre la persona que supuestamente
tiene ese poder y los experimentadores. ¿No es
sospechoso que en más de 20 años nadie haya pasado ni siquiera los tests
preliminares de la prueba?
La
ciencia frente a lo paranormal
Es frecuente
escuchar a los crédulos que “la ciencia se ha equivocado muchas veces, y cosas
que antes negaba hoy las acepta”, o “no todo lo que existe puede ser demostrado
por la ciencia, hay cosas que ésta no puede estudiar”, o “los que creemos en lo
esotérico y paranormal somos como Galileo, y ustedes los científicos son la
nueva Inquisición; algún día nos darán la razón”, o “los escépticos tienen la
mente cerrada”… Muchas de estas ideas tan manidas son auténticas falacias y
denotan un enorme desconocimiento de qué es y cómo funciona la ciencia, la cual
se define sobre todo por su método. Aunque no es del todo correcto hablar del
método en singular, debido a las diferencias entre las disciplinas consideradas
científicas, sí es cierto que existen características comunes a todas ellas. Voy
a señalarte algunas que nos servirán más tarde a la hora de evaluar la
investigación sobre presuntas dotes extraordinarias o paranormales.
Una de las
características es la objetividad: cualquier teoría o hipótesis cobrará
visos de verosimilitud y se verá apoyada si —y sólo si— existen datos
objetivos, empíricos y fiables que la sustenten.
Esto quiere
decir que la ciencia busca un conocimiento que no esté basado en la opinión,
las creencias o las esperanzas del observador, que no sea sesgado ni dependa de
la persona que realiza el experimento. La psicología sabe desde hace tiempo que
no nos podemos fiar de nuestras percepciones, nuestra memoria, nuestra intuición
o nuestras experiencias personales. Si queremos ver o encontrar algo, muchas
veces lo encontraremos. Por ello, es típico en ciencia el uso de instrumentos o
técnicas de observación y medida que eviten la posible influencia del “factor
humano”.
Si todo esto
se hace bien, cualquier resultado experimental debe poder ser repetido por
cualquier otro investigador. La reproducción de resultados, sobre todo de los
datos nuevos o “revolucionarios”, es esencial al método científico: si un
resultado no vuelve a obtenerse en condiciones similares, resulta sospechoso.
Otro requisito
fundamental, sobre todo en el método experimental, es el concepto de control.
Si quiero saber si una cosa A es la causa de otra B, tendré que asegurarme de
que no existen otros factores que puedan estar causando B. Por ejemplo, si
quiero saber si la frecuencia con que se usan las palabras en un idioma influye
en lo rápido que las leemos o procesamos, y decido comparar el tiempo de
lectura de palabras que yo elijo de alta y baja frecuencia, debo asegurarme de
que los dos tipos de palabras estén igualadas en longitud, categoría gramatical
y todo aquello que pueda causar diferencias en los tiempos. Dicho de otro modo,
todos esos factores deben ser controlados. En la condición ideal, los dos tipos
de palabra deben ser iguales en todo menos en lo que quiero estudiar, que sería
la frecuencia en el ejemplo anterior. De ese modo, podré estar seguro de que
cualquier diferencia en los tiempos en los dos tipos de palabras es debida a
ese factor, y no a otro.
Estos
requisitos y muchos otros hacen que el método científico sea sistemático y riguroso.
Hay otras
propiedades de este modo de adquirir conocimiento que confieren a la ciencia su
grandeza y éxito. Citaré algunas que nos ayudarán a entender mejor la crítica
científica a las pseudociencias de la mente.
1. Las verdades en ciencia son siempre
parciales. Se considera que cada paso que da un investigador es un paso más
hacia la verdad, pero que ésta nunca se alcanza, a diferencia de lo que ocurre,
por ejemplo, en las religiones. Una teoría se considera cierta siempre y cuando
existan datos objetivos, resultados de investigaciones que la avalen. Por eso,
la ciencia es por definición lo opuesto al dogmatismo. La autocorrección es
perpetua. Si un investigador comete un fraude o se inventa unos resultados, al
final se acaba sabiendo.
2. Los resultados y procedimientos
científicos deben ser públicos. Cuando se publica una investigación, deben
proporcionarse todos los datos para que, si otro científico no se fía, pueda
repetir el experimento tal como se hizo originalmente.
3. La ciencia
avanza gracias a que es eminentemente racional
y escéptica. Las teorías científicas deben ser coherentes unas con otras:
deben ser racionales. Una teoría explicativa de la física, por ejemplo, no
puede contradecir otra de la química, siempre y cuando ambas estén bien
confirmadas. La duda continua es uno de los motores del método. Cuando un
científico va a un congreso o una reunión de investigación o publica un
artículo, sabe que otros científicos van a mirar con lupa su trabajo y buscarán
posibles explicaciones alternativas, errores de control, análisis de datos
matemáticos no apropiados, etc. En conjunto, esto hace que la ciencia no se
estanque y que su avance sea imparable. Es otra de las grandezas del método
científico.
4. Desde mi
punto de vista, dos supuestos son fundamentales a la hora de
enfrentarnos al mundo de lo paranormal. Uno de ellos dice: “Una teoría o idea
extraordinaria requiere también pruebas extraordinarias” (Hume). Esto quiere
decir que si yo defiendo una idea que va en contra de otras teorías científicas
bien establecidas, no basta con que presente pruebas anecdóticas sino que los
resultados de mi investigación deben ser claros, contundentes y repetibles. El
otro supuesto se denomina principio de parsimonia o navaja de Ockham, en honor del
monje medieval que lo propuso inicialmente. Podríamos enunciarlo así: “Ante dos
teorías que expliquen un mismo fenómeno, nos quedaremos con la más simple”.
Volveré sobre estos dos principios más adelante.
Como dice el
protagonista de la novela Solaris, de Stanislaw Lem, cada disciplina —es
decir, cada ciencia— que cumple con todo lo anterior tiene como pareja a una
pseudociencia, como en el caso de la astronomía y la astrología. Por tanto,
podemos definir las pseudociencias como teorías o creencias que intentan
mostrarse con un ropaje científico pero que, examinadas de cerca, no cumplen con
los presupuestos y requisitos propios de la ciencia, como acabamos de ver.
Sin embargo,
las pseudociencias “estudian” fenómenos que, de ser ciertos, y a pesar de las
falacias que te conté al principio de este capítulo, pueden ser estudiados
científicamente. Si alguien afirma que es capaz de mover objetos mediante el
poder de su mente, es muy fácil comprobarlo científicamente: basta establecer
una situación donde se coloca un objeto, asegurándonos de que el individuo se
encuentra a cierta distancia y no puede moverlo por ningún medio físico; es
decir, se controlan todos los elementos de la situación que puedan dar lugar a
un engaño. Si lo hace, y además lo repite en distintas situaciones, es una
prueba de que la telequinesia existe. Lo mismo es aplicable a otros supuestos
poderes mentales. ¿Es mucho pedir?
Si la pareja
pseudocientífica de la astronomía es la astrología, y la pareja de la medicina
científica es la acupuntura o la homeopatía, la pseudociencia de la psicología
científica —o, al menos, una de ellas— es, sin duda, la parapsicología.
¿Quieres que te cuente algo de ella?
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